Este 28 de febrero se han cumplido 20 años del día en el que Jorge Bergoglio asumió la sede episcopal de Buenos Aires. Ese mismo día había fallecido el arzobispo Antonio Quarracino, su amigo y mentor, del que se había convertido en coadjutor nueve meses antes, cuando ya estaba muy enfermo y se vislumbraba su final. La historia de la Iglesia habría sido diferente si años atrás no se hubiese producido un inesperado encuentro entre dos hombres muy diferentes en cuanto a su personalidad y trayectoria.
Fue a finales de los años 80 cuando el padre Bergoglio acudió a la ciudad de Córdoba para guiar un retiro espiritual en el que participaba el entonces arzobispo bonaerense, líder indiscutible del episcopado argentino. Quarracino resultó profundamente impresionado por la autenticidad y profundidad de la predicación del jesuita, tanto que a partir de ese momento no descansaría hasta conseguir que el papa Juan Pablo II le nombrase su obispo auxiliar. Es importante señalar que Jorge Bergoglio no atravesaba por entonces su mejor momento desde el punto de vista personal y tampoco por lo que se refiere a su valoración institucional. Él mismo se ha referido recientemente a ese periodo de finales de la década de los 80 en términos que no dejan lugar a dudas: «fue un tiempo de gran desolación, un tiempo oscuro… pensé que ya era el final de la vida». Y sin embargo Quarracino se empeñó en desafiar aquel estado de ánimo, más aún, la opinión de numerosas personas en el episcopado y en la propia Compañía de Jesús. Finalmente, en mayo de 1992, el Papa confirmó su deseo, y durante los seis años siguientes Bergoglio se convertirá en su mano derecha. No sólo eso, Quarracino le situó en la mejor posición para asumir la sede primada de Argentina… y todo lo que vendría después.
Sería apasionante profundizar en la relación de confianza y lealtad que se forjó entre dos personas de carácter y matriz cultural tan distinta, pero está claro que aquella primera intuición de Quarracino en Córdoba ha marcado el futuro de un modo que él nunca llegó a sospechar… ¿o tal vez sí? El Señor nunca violenta la libertad de sus hijos, pero tampoco se desentiende del camino de su barca, de la Iglesia. Esto me ha llevado a pensar en los dos predecesores de Francisco en la Sede de Pedro, porque en la historia de ambos también se produjo un inesperado punto de inflexión, fuera de todo cálculo previo, que marcó el rumbo de la Iglesia.
En el caso de Karol Wojtyla, recordemos que recibió la decisión de Pío XII de nombrarle auxiliar de Cracovia cuando hacía vivac con los jóvenes a los que acompañaba como capellán universitario. A él mismo le sorprendió de tal modo la propuesta que trató de «defenderse» ante el gran Primado Wiszynski con el argumento de que era demasiado joven para semejante encargo. La sorpresa se repetiría ocho años después, cuando la astucia de Wiszynski aprovechó los vericuetos del sistema de elección de obispos pactado con el régimen comunista para lograr que el joven Wojtyla fuese designado para la cátedra de Cracovia. Sin estos curiosos «imprevistos», Karol Wojtyla habría sido seguramente un brillante profesor de filosofía y un activo educador de jóvenes, pero su radio difícilmente hubiese desbordado las fronteras de Polonia.
En cuanto a Joseph Ratzinger, su historia es bien distinta pero también hallamos un punto de quiebra inesperado que rompió la curva natural de sus expectativas y de lo que cualquiera habría podido prever. A sus 50 años era ya un teólogo sobresaliente (aunque para algunos demasiado abierto e incómodo) y era lógico pensar que sería en ese campo donde estaba llamado a escalar cumbres más altas. Munich era la principal sede episcopal en Alemania y no era en absoluto usual ni previsible que para semejante encargo se buscase a un sacerdote sin trayectoria episcopal alguna. No sólo eso, para entonces Ratzinger ya había demostrado su capacidad como polemista y no podía presumirse que su elección tuviese un eco sereno. Aun así, un Pablo VI al que le quedaba poco más de un año de vida, apostó decididamente por el joven teólogo alemán, que le había impresionado durante las sesiones del Concilio Vaticano II.
Es impresionante hasta qué punto encuentros inesperados, llenos de significado, y decisiones que en su momento pudieron parecer simplemente exóticas o atrevidas, han marcado el camino pasado y presente de la Iglesia. Como la chispa que surgió entre Quarracino y Bergoglio en aquel retiro en la ciudad de Córdoba. Y sería absurdo pensar que en esos casos, el Señor andaba simplemente distraído.