Todo nace del asombro de la fe - Alfa y Omega

Al contemplar estos últimos e intensos doce años de vida eclesial, me interpelan unas palabras del cardenal Ángelo Scola en las que decía que siempre es necesario «aprender al Papa», es decir, asumir racional y afectivamente la humanidad concreta de cada nuevo sucesor del apóstol Pedro, a través de la cual lleva a cabo su ministerio. Jorge Bergoglio llegó a Roma profundamente marcado por su formación de jesuita, por su experiencia del catolicismo popular latinoamericano y su conciencia de la dimensión social de la fe. Era el primer Papa no europeo en muchos siglos, y todo ese bagaje ha dado forma a un pontificado, por un lado, con acentos muy tradicionales, pero que también ha roto esquemas. En este momento conviene separar el grano de la paja.

Cuando el sociólogo Dominique Wolton le preguntó a Francisco por las palabras clave de su pontificado, no dudó señalar, en primer lugar, la alegría: el encuentro con Jesús es la fuente de una alegría inagotable, es una experiencia de estupefacción ante el hecho de haber encontrado a Dios, y la Iglesia es la madre de esa admiración, de ese encuentro. Si lo olvida se vuelve seca. Para él, secreto de la continuidad de la Iglesia a través de la historia, incluyendo sus errores y deficiencias, se encuentra «en esa santidad que siempre está ahí, ese humus que es el pueblo santo de Dios». Es cierto que Francisco ha iniciado muchas reformas con desigual fortuna, pero en el fondo todas respondían a dos grandes líneas: el alma de toda reforma es la santidad de los fieles, y toda estructura debe estar en función de la misión. Si no vamos hasta el fondo de su enseñanza y no miramos la totalidad de sus gestos, podemos quedar apresados en la perplejidad. Francisco ha fustigado como pocos las miserias de los eclesiásticos, pero también ha llamado a rebato para defender a la Madre Iglesia cuando lo ha sentido necesario.

Escudo del Papa Francisco

Una de sus insistencias, poco escuchadas, ha sido la de advertir contra la ideologización de la fe. Para él eran igualmente miopes el «progresismo que se adapta al mundo» y el «tradicionalismo que añora un mundo pasado»; en cambio, proponía valorar cada estructura, uso y tradición en la medida en que favorezca el anuncio de Cristo. Esto conecta con el verdadero significado de la sinodalidad, palabra clave del pontificado que Francisco no ha cesado de intentar aclarar:  no es una moda ni una forma de reinventar la Iglesia, ni la patética recreación de un parlamento, sino la dimensión histórica de la comunión eclesial. Al concluir la segunda sesión de la asamblea sinodal encontramos unas palabras muy suyas que son todo un programa: «Hermanos, hermanas, no una Iglesia sentada, una Iglesia en pie; no una Iglesia muda, una Iglesia que recoge el grito de la humanidad… no una Iglesia estática sino misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo».

Para Francisco, la forma de afrontar la secularización rampante en nuestras sociedades no es el lamento por las posiciones perdidas ni la condena de los males del mundo, sino generar nuevas formas de presencia cristiana que solo nacerán del asombro ante la fe y de la alegría de pertenecer a la Iglesia, como dijo en su difícil viaje a Canadá. Otro viaje difícil ha sido el de Bélgica, paradigma del llamado «cansancio europeo de la fe», donde dijo que los cambios de nuestra época y la crisis de la fe que experimentamos en Occidente nos impulsan a regresar a lo esencial, para que la buena noticia que Jesús trajo al mundo resplandezca con toda su belleza. Es necesario pasar de un cristianismo establecido en un marco social acogedor a un cristianismo «de testimonio», una calificación que consideró preferible a otra frecuente hoy, un cristianismo «de minorías». La verdad es que Francisco se parecía muy poco a las caricaturas que de él han ido dibujando los ideólogos de ambas trincheras. A veces brusco e impetuoso, como Pedro, nos ha regalado, como el primer apóstol, el ímpetu de su amor incondicional a Cristo y a su Iglesia. Ahora esta historia prosigue.