Peligrosos juegos federalistas - Alfa y Omega

El año 1873, tras lo que se tenía como un fracaso de la Gloriosa y de la Regencia de Serrano, la República federal pareció a muchos un remedio, un talismán, una panacea. Y el primer presidente, catalán por cierto, salió huyendo del país, y los otros tres se curaron de aquel federalismo para toda su vida; incluido su máximo teórico, el también catalán Pi y Margall, incapaz de poner orden en el caos.

Toda España se anarquizó y cantonalizó. También Almansa y Andújar quisieron ser Repúblicas. Y se separaron o intentaron separarse Utrera, de Sevilla; Coria, de Badajoz; Jumilla, de Murcia; o Betanzos, de La Coruña. El principio devastador e indeterminado de la autodeterminación en la esfera pública, llamado ahora candorosamente derecho a decidir, hace estragos en todo tiempo y lugar. El cantón de Cartagena no sólo se independizó, sino que intentó ocupar territorios aledaños para aumentar su poderío, y hasta pidió ser un Estado más de la Federación de Estados Unidos de América. El presidente Salmerón envió al General Martínez Campos a terminar con aquel zafarrancho. Preguntemos al presidente Artur Mas qué haría con la provincia de Barcelona o con les Terres de l’Ebre, si un día quisieran decidir por su cuenta su futuro. O al presidente Urkullu qué respondería si Álava, Vitoria o la Margen Izquierda alegasen su derecho a decidir.

Los federales llegaron a la Segunda República pocos y mal avenidos, fracturados en pequeños grupos insignificantes. Y la Segunda República no fue federal, a pesar de que el PSOE había aprobado ya, en el XI Congreso (1918), nada menos que la Confederación Republicana de Nacionalidades Ibéricas. Fueron precisamente los socialistas los que, en 1931, se inclinaron, siguiendo a H. Preuss, por la gran España integral, por una autonomía variable para las diferentes regiones. Lo justificaba Luis Jiménez de Asúa, Presidente de la Comisión constitucional, al considerar en crisis el unitarismo y el federalismo, y tener por más moderno y justo el sistema integral que el federal.

Pasada la guerra civil y la dictadura, volvió la ilusión federalista, esta vez más fuerte entre los socialistas del País Vasco, acompañada también del llamado derecho de autodeterminación. Pero bastó el nuevo texto constitucional para que desapareciera de los labios de todos el estribillo de la federación, inoportuno e imposible entonces, y sobre todo la cantinela leninista del derecho de autodeterminación: derecho del que gozaron sólo los sátrapas soviéticos, que hicieron con él mangas y capirotes. Terminados ellos, se terminó en todo el mundo el derecho a la autodeterminación, que ni de lejos sostienen las Naciones Unidas.

Y ya estamos otra vez a vueltas con el federalismo; para algunos, como si fuera un juguete nuevo. Se equivoca soberanamente si alguien sueña en complacer con ello a los confederalistas e independentistas, que ahora se llaman simplemente soberanistas. Su bilateralidad y el derecho a decidir, que son sus lemas, chocan frontalmente con cualquier federalismo.