No cabe la menor duda, y lo dicen todas las encuestas: la corrupción política y social se ha disparado, ha indignado al hombre de la calle y ha cambiado el panorama, no sólo electoral, de nuestra sociedad.
Viejo problema. La corrupción de cargos públicos aparece documentada en las tablas de piedra encontradas en Egipto y en el Próximo Oriente de hace cuatro milenios. Y vasto problema: apenas si hay país y lugar que esté libre de esta plaga.
La corrupción tiene muchos nombres, géneros y especies. De una persona: malversación, robo, fraude… O de dos: sobornos –tantas veces en forma de regalos– y extorsiones, que suelen ser una forma, algo más dramática, del soborno. O de muchos, como es el caso de todo clientelismo funcionarial, que consiste en servir a los intereses de los que los nombraron, en vez de servir al interés de todos los ciudadanos. Es el caso, tan frecuente, por desgracia, de los Gobiernos, de los partidos y sindicatos, convertidos en esas ocasiones en verdaderos santuarios, todo menos santos, donde abundan los leales, los agradecidos, los verdaderos patriotas incondicionales, dispuestos a todo, a poner la mano en el fuego y los pies sobre las brasas, en honor y gloria de quien los nombró o los eligió, los mantienen y les prometen la supervivencia.
Ruptura del vínculo de confianza entre personas y grupos, tan necesario en una sociedad que quiera ser convivente y estable, la corrupción es, desde el punto de vista económico, una enorme pérdida de recursos. El Foro Económico Mundial estima que la corrupción en todo el mundo hace subir el coste de los negocios en un diez por ciento. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la corrupción es «una plaga generalizada que aumenta los costes, distorsiona la toma de decisiones, socava el crecimiento económico, desvía los fondos públicos destinados al progreso de la sociedad y de la economía, y mina la confianza en las instituciones públicas y en todo el aparato del Gobierno».
En cuanto al aspecto moral de la corrupción, no conozco nada más acertado que el artículo que, en 1991, escribió el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio:
«¡Qué difícil es que el vigor profético resquebraje un corazón corrupto! Está tan parapetado en la satisfacción de su autosuficiencia, que no permite ningún cuestionamiento!» La autosuficiencia comienza por ser inconsciente y luego es asumida como lo más natural. La corrupción, por eso, no puede ser perdonada, sino curada. El corrupto se erige en juez de los demás: él es la medida del comportamiento moral. Llega a perder el pudor que custodia la verdad, la bondad y la belleza. Toda corrupción crece y se expresa en atmósfera de triunfalismo, por los buenos resultados. El corrupto se siente triunfador. No tiene esperanza, no conoce la fraternidad o la amistad, sino la complicidad. «El pecado y la tentación –remata Bergoglio– son contagiosos, la corrupción es proselitista».