Álvarez de Miranda fue siempre, y no solo en una etapa de su vida (de 1994 a 1999), defensor del pueblo. Fue uno de los más valientes defensores de las libertades civiles desde su juventud, siendo dos veces deportado (en 1962 y en 1969) y encarcelado (en 1974). Fue después defensor de una transición política pacífica y basada en el entendimiento entre todos los españoles, a través de las publicaciones Discusión y Democracia o Cuadernos para el diálogo, o a través de ese primordial think tank de la Transición que fue el Grupo Tácito propiciado por la Asociación Católica de Propagandistas. Amén de su participación directa en los primeros años de la democracia, siendo con Íñigo Cavero y Óscar Alzaga uno de los líderes del grupo democristiano integrado en la UCD. Como presidente de las Cortes Constituyentes fue conocido por todos los españoles como un avezado perito que nos enseñó el arte de la escucha al otro, el respeto mutuo y el diálogo entre todos.
Siempre preocupado por la estabilización social y política de las democracias hispanoamericanas, fue enviado como embajador a El Salvador. La Embajada de España se convirtió con sus nuevos caseros, Fernando y Luisa, su esposa, en el escenario del diálogo y la negociación, en encuentros día tras día con el Gobierno, la oposición y las fuerzas sociales, culturales y económicas de un país enfrentado. En esa embajada fui yo mismo testigo de cómo los jesuitas que dos años después serían asesinados sabían perfectamente que corrían la suerte del martirio, y aún así no dejaron su misión.
También fue un gran defensor de Europa, no de cualquier Europa, sino de la Europa de Adenauer, Schuman, Monet y De Gasperi, que pusieron los cimientos de una comunidad de pueblos unidos en lo económico para logarlo en lo social, en lo político y en su misión solidaria para con el resto de los continentes. Junto a mi padre, Carlos María Bru, tanto en la Asociación Española de Cooperación Europea como en el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, su europeísmo fue incombustible.
Sin duda fue un magnífico defensor del pueblo. Recuerdo una anécdota. Pastoreaba en esos años la diócesis de Alcalá monseñor Manuel Ureña. Un día a las seis de la mañana recibo una llamada suya para ponerse en contacto urgentemente con el defensor del pueblo, porque a un numeroso grupo de niños supervivientes de la catástrofe de Chernóbil nos les dejaban venir a España a pasar unas vacaciones de verano acogidos por familias de parroquias de la diócesis complutense, y estaban en el aeropuerto esperando un milagro para que la diplomacia española admitiese sus visados. Antes de las ocho de la mañana el obispo era recibido por Fernando Álvarez de Miranda, y a las once de la mañana aquellos niños rusos embarcaban en un vuelo a Madrid.
Álvarez de Miranda fue también siempre un gran defensor del pueblo de Dios. No solo hacía fuera, como buen católico en la vida pública, sino también hacia dentro. Me decía que, aunque al principio le costó aceptarlo, luego llegó a comprender que el cardenal Tarancón le dijese que si se presentaban los democristianos españoles a las primeras elecciones democráticas bajo ese nombre, no iban a contar con su apoyo. Ya bastante confusión nacional-católica había sufrido España.
En estos últimos años de su vida estaba entusiasmado con todo lo que hace y dice el Papa Francisco. En la entrevista que le hice en 1995 me decía: «Se oculta que en este sistema económico no tienen cabida las dos terceras partes de la población, inexorablemente condenadas a la marginación». Veinte años después este discurso lo pronuncia un Papa al que no pudo llegar a ver personalmente, pero al que escribió agradeciéndole la beatificación de monseñor Óscar Romero.
Fernando Álvarez de Miranda fue grande por su corpulencia y su altura, y espero que siga siendo grande por su corazón capaz de desvivirse allí donde haya una mínima oportunidad para construir la paz, albergar un mayor progreso, defender las libertades e instaurar la justicia.