Valor es la «cualidad del ánimo que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar sus peligros», según la cuarta acepción de la Real Academia Española. Y es, también, «la cualidad que poseen algunas realidades, llamadas bienes, por lo cual son estimables». Esta décima acepción nos sitúa implícitamente frente al bien moral objetivo: «Los valores tienen polaridad en cuanto son positivos o negativos, y jerarquía en cuanto son superiores o inferiores». Con una y otra, es posible buscar una síntesis: Valor es la virtud de aquel que es capaz de ofrecer su vida, y aun exponerse a perderla, al servicio de algo que nos supera. Y no porque el ser humano particular deba ser sacrificado en aras de un bien mayor, sino porque su dignidad descansa precisamente en orientarse, sin concesiones, hacia esos bienes.
Interpela con fuerza cómo Benedicto XVI renuncia en Turquía a todo lo accesorio —las debidas atenciones protocolarias incluidas— para concentrarse en lo esencial: la unidad de los cristianos, el diálogo interreligioso y la libertad religiosa. En realidad, son aspectos diversos de una misma realidad, puesto que todos estamos llamados a buscar al mismo Dios, el bien y la verdad últimas, que lo son para todos. Si cristianos y musulmanes coincidimos en esto, cuesta entender las barreras que se interponen en la búsqueda de Dios. Y cuesta entender también cómo, en ciertos diálogos, algunos aceptan premisas politeístas: los creyentes en distintos dioses deben limitarse a convivir en paz. Pero es que, para decir la verdad, hace falta mucho valor.