Alexis de Tocqueville ensalza la Democracia en América como una república de ciudadanos libres, de profundas convicciones religiosas y morales, capaces de autolimitarse y de trabajar juntos por el bien común. La democracia es posible cuando se puede confiar en el otro, mientras que el sistema empieza a desmoronarse a partir del momento en que la impiedad se extiende y las virtudes personales se relajan.
Hobbes y Maquiavelo –la escuela clásica europea del Estado Moderno–, por el contrario, desconfían de la naturaleza del hombre. El gobernante debe someter a su pueblo por la fuerza bruta y la manipulación. Hay técnicas y estrategias que el príncipe puede aprender. Por eso estas teorías no se agotan con el antiguo régimen. No es sólo la inercia. Al ilustrado, que quiere emanciparse de la religión –y después de la moral natural–, le seducirá poderosamente la perspectiva de un poder que no acepta rendir cuentas ante instancias externas. La revolución llamará democracia a la nueva forma representativa de gobierno, pero la realidad responderá mejor al término de demagogia, que, decía Aristóteles, es la corrupción de aquélla. Como al niño echado a perder por sus padres, al concedérserle todos sus caprichos, los partidos convertirán a menudo al ciudadano en un irresponsable menor de edad. Se lo ganan con el halago, le encumbran a la categoría de semi-dios, con derecho a todo y deber de nada, salvo pagar impuestos. El problema son siempre los otros. La culpa de lo malo que pasa, de todo lo que se desea y no se puede tener, es de los mercados, de la Iglesia, de la moral tradicional, de los extranjeros, de los banqueros, de los privilegios de los funcionarios, de que Espanya ens roba…
La paradoja es brutal. Con el pretexto de avanzar hacia un orden social más justo, no se promueven las virtudes personales, sino que, por el contrario, se avivan los peores instintos del ser humano: el odio, el resentimiento, la envidia… ¿A dónde pretendíamos llegar por este camino?