Escribo cuando llegan noticias de todas partes sobre la preparación de la cadena humana en Cataluña a favor de la independencia, con motivo de la Diada, el día de la fiesta común, que poco tiene que ver con la independencia, como les dice el mismo Rafael Casanova desde su estatua, al que muchos, por ignorancia, han confundido con Tardá, o con el novísimo independentista Artur Mas. Escribo cuando se multiplican las banderas independentistas, los artículos, los mensajes… antiespañoles. Después de que en Sitges acaban de arrancar del callejero el nombre de España, o en Mataró de quemar una bandera de España –¡bárbaros!–, entre el jolgorio de la Fiesta y los aplausos del alcalde desde el balcón municipal.
Escribo, tras recibir en mi casa la invitación habitual para asistir a la fiesta, que me hace el Presidente de la Generalidad, sucesor de aquel Jordi Pujol, no independentista, que una noche inolvidable me entregó, junto a Gaston Thorn, Camilo José Cela y otras celebridades, la Creu de Sant Jordi, que guardo con amor y gratitud y la tengo, no sé, tal vez como un talismán, del que quiero esperar lo que no parece posible esperar ni de la razón, ni de la común historia y ni siquiera del sentido común. Era en los días de la Transición. Yo iba y venía con frecuencia a y de Barcelona, porque Barcelona fue para muchos de nosotros un imán, un modelo, un refugio.
Le hacían al gran poeta Pere Quart, que pasaba por comunista, una pregunta: si era o no independentista. Y el gran poeta respondía noblemente: «No soy independentista, primero porque no es útil, pero sobre todo porque no es justo». Hoy, que casi todos, incluso los que no quieren oír hablar de la independencia de Cataluña, se aprietan las meninges para dar con algún argumento que fortalezca la inutilidad o el perjuicio económico que supondría la independencia de Cataluña de la España común, me acuerdo siempre de aquella respuesta. Y me sigue doliendo, porque me he propuesto no escribir una sola palabra que pueda poner peor las cosas, echar leña al fuego o hinchar más el disparate, el espeso silencio de los catalanes no independentistas, muchos nacidos en otras partes de España, y en continua relación con ellas, que tienen capacidad de hablar y de escribir, de influir en la comunidad catalana. Quietos, mudos, muertos. Si ellos hubieran hablado o escrito a tiempo, otro gallo cantaría, y no sólo los gallos independentistas de siempre, que parece que sólo ellos saben cantar.
Miembros de la nobleza española y amigos del rey, españolistas de toda la vida, con enorme poder económico y social; empresarios múltiples, que se han recorrido toda España, que han hecho negocios en toda España, que seguirán haciéndolos; sindicalistas de siglas españolas, que siempre han defendido la acción conjunta en toda España (en todo el Estado, dicen ellos, porque ya ni se atreven a pronunciar la palabra España); escritores, profesores, periodistas, editores, en lengua castellana o catalana, que han recibido premios españoles; abogados, arquitectos, cocineros, modistos, religiosos, obispos, deportistas, futbolistas de la selección española, que los hizo más famosos aún… ¿Dónde están? ¿Sólo el editor Lara y el deportista Pau Gasol son catalanes y españoles, y se atreven a decirlo?