Los cristianos vivimos a la luz del Espíritu, no a su sombra. Nuestra existencia consciente no es solo el resultado de la voluntad abstracta de Dios, sino también del deseo de crearnos como seres libres, facultados para poder elegir y arriesgarse a escoger, y desafiados permanentemente por una pluralidad de opciones morales que se presentan ante nosotros. No, no somos esclavos de nuestra carne mortal, sino el espacio concreto donde habita y se manifiesta la eternidad. Para los católicos, el mensaje de Jesús es haber proporcionado a los hombres una promesa de emancipación inseparable de sus actos. Lo que nos redime es la sangre de Cristo derramada, el sacrificio que partió en dos la historia de la humanidad y se expresa en el aliento infatigable de la palabra del Hijo de Dios: junto a la fe, la esperanza; junto a la esperanza, la caridad.
El cristianismo no es el testimonio desnudo de la fe, sino la revelación a todos los hombres del anuncio esperanzado de su salvación. Es, además, una doctrina de exigencias morales sin las que la fe y la esperanza no llegan a comprenderse. Pero de igual modo, en el centro mismo de la fe radica el nervio íntimo y definitivo de la moral, el fundamento trascendente de nuestros actos, la fuente caudalosa de nuestra capacidad de amar y de escoger el bien.
Durante siglos, y en especial desde que triunfaron las corrientes individualistas de la Edad Moderna, los cristianos afirmamos que la defensa de la privacidad no es el aislamiento, que el ejercicio de la fe no puede separarse de la vida en comunidad, y que la esperanza solo adquiere su plenitud cuando la compartimos. Todas estas ideas vienen de muy lejos, del principio mismo de nuestra experiencia como movimiento universalista y trascendente, organizado frente a un mundo sectario, dominado por la divinización de las fuerzas naturales o por la idolatría imperial del Estado. Porque ya entonces, aquellos cristianos iniciales defendieron la integridad del hombre , la igualdad de las criaturas de Dios y la inviolable dignidad de cada persona ante una autoridad que rechazaba su creencia liberadora.
Por la libertad del hombre se vertió sangre cristiana. Por la libertad que Jesús había proclamado, se murió sin levantar la mano frente a la espada ni el resentimiento frente a la violencia. La validez magisterial de los mártires tiene poco que ver con una conmovedora e ignorante religiosidad popular. Y mucho con el meollo de la tradición de una doctrina que nos recuerda cómo en aquellos momentos originarios los cristianos tuvieron que defender su verdad con su propia vida pacífica, sin recurrir siquiera a la legítima defensa. Temían menos a la muerte que a la cancelación de un mensaje que hacía al hombre plenamente libre y responsablemente moral.
Esa unión sagrada con nuestra historia, con nuestra mejor tradición, se defendió hace 500 años y sigue defendiéndose ahora en la reivindicación del catolicismo. Se debatió entonces, en la crisis más grave vivida por la Iglesia desde su fundación, cuál era el rasgo fundamental que nos ligaba al Evangelio y, por tanto, a la palabra de Dios vivo. En el Concilio de Trento manifestaron los católicos su firme convicción de que la experiencia de la fe es personal, pero no individualista, un acto de conciencia y no de reclusión. Un impulso que nos vincula a Dios y da razón de nuestra existencia, pero nunca una relación exclusiva e irracional, cerrada y servil, autosuficiente y angustiada.
Lo que nos une a Dios es nuestra existencia entera vivida en la fe, proclamaron los teólogos católicos de Trento. Lo que nos une a los hombres es nuestra esperanza de redención. Lo que nos otorga significado es el amor practicado en la tierra, la libertad de elección moral, la necesidad constante de proyectarnos en la comunidad y de atestiguar nuestra conciencia en el servicio a los hijos de Dios. Lo que nos justifica es una fe que nos hace libres, una Verdad que nos permite escoger nuestros actos, una esperanza de salvación que nos obliga a convivir.
La nuestra es una fe depositaria de alegría y aflicción. Alegría por haber sido creados hombres libres, redimidos por la sangre de Cristo. Aflicción por la injusticia perpetrada en la carne de nuestro prójimo, por el dolor del universo, por el escándalo del sufrimiento humano. La nuestra es una fe que nos sabe hechos a imagen y semejanza de Dios, lo que no es una metáfora feliz o una analogía melancólica. Redimidos del pecado original por Jesús, en nuestras manos tenemos la facultad de alcanzar la perfección posible en los márgenes de la existencia terrenal. Unas manos siempre tendidas hacia la inspiración y la misericordia. Unas manos siempre enlazadas con nuestra responsabilidad en el mundo. Unas manos en las que sentimos cálida y brillante, la luz imperecedera del Espíritu.