Juan Manuel de Prada: «Los pesimistas somos los auténticos portadores de la esperanza»
«El drama de los católicos es que nos hemos vuelto sal sosa», afirma el escritor Juan Manuel de Prada. La causa está en «la infiltración ideológica que sufrimos» desde tiempos de Pío XII
A finales de 2016 publicó Mirlo blanco, cisne negro, una novela sobre «la supervivencia de una vocación literaria en un mundo donde un escritor que no comulgue con el régimen lo tiene cada vez más difícil». Algún día —adelanta— «escribiré sobre la supervivencia de mi vocación religiosa». Pero de forma más inmediata Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) anuncia que, en las próximas semanas, comenzará a trabajar en su próxima novela, «probablemente sobre los primeros cristianos». Hará una pausa en primavera para publicar un debate con dos buenos amigos: Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico, intelectuales marxistas de referencia en España. Los antiguos guionistas del programa de TVE La bola de cristal acaban de publicar respectivamente En defensa del populismo y Ser o no ser (un cuerpo).
¿Cuántos nombres propios hay en Mirlo blanco, cisne negro?
Más que nombres propios, los dos personajes principales —el joven escritor que empieza y el veterano de vuelta de todo— son como proyecciones de mí mismo, o más bien del yo que podía haber sido. Pertenezco a la última remesa de escritores que pensó que iba a poder vivir de este oficio, imponiéndose sobre una sociedad filistea que ya no cree en el arte. Pero luego vino la crisis económica, la crisis del libro… Muchas crisis.
¿Haber podido hacer de la literatura un medio de vida te confiere algún tipo de responsabilidad?
Honestamente pienso que una sociedad que no tiene cierto grado de solidaridad o adhesión a sus artistas es una sociedad muerta. Y como escritor católico lo que puedo decir es que hay una tendencia suicida a negar el arte y la creación como formas necesarias de estar presentes en el mundo.
A la vocación de escritor unes la de apologeta y polemista. Tu proyecto de libro con Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico recuerda a esos debates entre Chesterton y Bernard Shaw, grandes amigos con ideas a menudo contrapuestas.
A mí me ha ocurrido una cosa misteriosa, pero al mismo tiempo jubilosa desde el punto de vista personal: de repente, en medio de un mundo que ya no quiere entrar en liza con un escritor católico, te tropiezas con gente que forma parte de los márgenes, como tú mismo; gente de la izquierda marxista que sí recoge ese guante del diálogo. Carlos y Santiago son grandes admiradores de Chesterton, pero sobre todo entienden que vivimos en un momento en el que un católico y un marxista tienen cosas de las que hablar, cosas que a lo mejor ya no pueden hablarlas un católico y un socialdemócrata, o un católico y un liberal. He encontrado en ellos amistad sincera y amor a la verdad; un humus humano que nos permite dialogar, algo que no he encontrado en otros ámbitos ideológicos.
¿Por qué?
Creo que el problema surge especialmente después de la II Guerra Mundial, cuando Pío XII, ante el miedo al avance del comunismo, abraza la democracia como forma de supervivencia del mundo católico. Coyunturalmente esto es comprensible, pero es un error que termina por conducirnos al abismo. Como decía Chesterton, el mundo cristiano constituía una visión homogénea del mundo que las ideologías rompen, y a partir de ahí tenemos que adherirnos a visiones fragmentarias. Los católicos empiezan a agruparse en facciones: en unos momentos las tendencias liberales adquieren mayor preponderancia, y en otros momentos son las tendencias socialdemócratas. Así es como hemos renunciado a nuestra voz para impostar voces ideológicas, y esto es una bazofia, un engrudo penoso. El drama de los católicos es que nos hemos vuelto sal sosa. Si mañana tomáramos algunos textos de los evangelios, de las cartas de san Pablo, de las encíclicas de los últimos Papas… y las pregonáramos a voces, el mundo se paralizaría y todas las estructuras injustas que lo sostienen y lo están destruyendo serían laminadas de inmediato. El problema es que hemos dejado de creérnoslo.
¿No crees que haya que dialogar con el poder político, promover el bien posible, elegir el mal menor…?
Lo que no podemos hacer es caer en el truco con que las facciones políticas hegemónicas pretenden llevarnos a su redil. Yo no soy sospechoso de comulgar con postulados comunistas, pero cuando desde la derecha a los católicos se nos quiere meter miedo con las consecuencias de un hipotético gobierno podemita que acabaría con la religión y la familia, lo que hay que decir es: «Señores, todos esos valores que ahora invocan, son ustedes quienes los han destruido. ¿Por qué tratan de meternos miedo con algo que ya ha ocurrido?». Tenemos que salirnos de esa dialéctica y volver a beber en nuestras fuentes, que gracias a Dios son muy ricas y muy potentes, para afrontar lo que está ocurriendo en nuestro tiempo desde un pensamiento plenamente católico.
¿Cómo se explican tus simpatías por Rusia y por algunas corrientes nacionalistas que avanzan hoy en el mundo?
Debemos asumir una realidad triste: que la evolución de la Unión Europea es cada vez más anticristiana. Y yo –que en contra de lo que los malvados pretenden– nunca he defendido a Putin, contemplo con curiosidad e incluso admiración lo que ocurre en Rusia o en Polonia. No se trata de caer en adhesiones grotescas hacia sus gobiernos, pero es interesante cómo estas naciones, en un momento dado, han decidido pararse a pensar hacia dónde les estaba llevando el progreso. ¡Y han optado por retroceder! Con todas sus debilidades y flaquezas —incluso con sus perversiones— esta rectificación es fecunda, y creo que tenemos que contemplarla como una salida posible a nuestra crisis. Yo no me he adherido a Putin y mucho menos a Trump: como español no puedo contemplar con agrado que establezca un muro frente a quienes son hijos de nuestra cultura. Pero en este wasp, en este blanco, anglosajón protestante que es Trump he descubierto semillas de verdad que no descubro en los gobernantes europeos.
Uno de los rasgos característicos de los populismos es el recurso al sentimentalismo. Pero esto no es lo que tú defiendes.
El sentimentalismo romántico es una ruptura frente al sentimiento cristiano, que se fundamenta en la razón. Cuando el buen samaritano se baja de su caballo y socorre al viajero herido, no lo hace por sentimentalismo. El sentimentalismo moderno lo representan el sacerdote y el levita que pasan de largo. Yo siempre he dicho que estos iban a Jerusalén porque tenían que pronunciar un discurso en una manifestación contra el racismo o la xenofobia. El cristiano se baja del caballo porque su razón iluminada por la fe —una fe encarnada— le dice que tiene que socorrer a ese hombre. No tiene que socorrer una idea, que es lo que hace el señor de derechas o el de izquierdas. Nosotros socorremos cuerpos. Ese sentimentalismo moderno, que nosotros también tenemos que combatir, no creo que sea sin embargo un peligro auténtico para el católico. Pero sí tenemos que lanzar un discurso nuevo. No podemos caer ni en el sentimentalismo derechista que proclama la nación como una realidad esencial falsa, ni en el sentimentalismo de la izquierda que incurre en un amor abstracto a la humanidad.
Has mostrado públicamente algunas discrepancias con el Papa Francisco.
Efectivamente, he mostrado mi discrepancia con algunas actitudes o pronunciamientos del Papa que tenían que ver con actitudes morales por parte del mundo católico o más recientemente con la recepción un poco acrítica —digámoslo así— del legado del protestantismo. Yo reivindico que un intelectual católico pueda discrepar en estas cuestiones. Lo que he ido observando a lo largo de este papado —y me disgustaría mucho que esta pregunta no figurara en la entrevista— es que estas legítimas discrepancias han ido derivando en un intento de ideologizar las posiciones utilizando al Papa como bandera encontrada entre diversas facciones católicas. Otro ejemplo: me llaman de L’Osservatore Romano y me piden una crítica sobre Silencio, de Scorsese. Escribo lo que me parece, e inmediatamente me encuentro con una beligerancia contra esta película en determinados ámbitos católicos absolutamente desproporcionada y sórdida. Lo que uno piensa sobre ella pasa a interpretarse ideológicamente a favor o en contra del Papa. Esto, por una parte, me parece penoso y pueril, y por otra parte, diabólico.
Volviendo a tu novela, llama la atención la descripción que haces del malditismo. ¿Qué entiendes por escritor maldito?
El maldito es una persona que no encuentra eco en su generación, entre sus contemporáneos. Nosotros, desde nuestra perspectiva, contemplamos de forma edulcorada al maldito del siglo XIX. Lo difícil es ser maldito en tu tiempo. Estoy leyendo ahora a un gran maldito, Leon Bloy, que era un católico trágico y en confrontación con su época. En su momento no fue reconocido como un maldito, sino como un loco, como un apestado… Pero hoy en día nos presentan como malditos a escritores totalmente sistémicos. Esto es un chiste.
¿Quizá tenemos una generación de artistas más cobarde que en otras épocas?
Del artista se tiene a veces una imagen irreal. Desde el momento en que se pierde el sentido de un arte auténticamente popular como el que existió en la Antigüedad o en la Edad Media, el artista ha sido un tipo lacayo del poder establecido, más allá de sus aspavientos y de algunas excepciones muy estimables. No tenemos más que ver la época de los totalitarismos: inmediatamente casi todos los intelectuales y artistas se adhieren al fascismo o al comunismo.
¿Reivindicas entonces que el escritor, sobre todo el católico, tiene que decir verdades incómodas?
Yo lo que reivindico es la necesidad de ser pesimistas en nuestro tiempo. A veces desde la propia Iglesia, desde sus jerarquías —siempre propensas a la componenda—, se dice: «No tenemos que ser profetas de calamidades». ¿Pero cómo qué no? ¿Qué fue Jesucristo? ¡Un profeta de calamidades! Estaba todo el día lanzando advertencias sobre los males que nos aguardaban. Tenemos que tomar el látigo y fustigar a nuestra época. Hay una especie de connivencia para expulsar a quien se percibe como profeta de calamidades, y también esto tiene mucho que ver con la infiltración ideológica que sufrimos los católicos, y es que se tiende a confundir el optimismo —que es un estado de ánimo ilusorio generado por la ideología— con la esperanza, una virtud teologal. Y el pesimismo, condenado por el sistema, se confunde con la desesperación, que naturalmente es un tenebroso abandono de las virtudes cristianas. Pero yo creo que los pesimistas somos los auténticos portadores de la esperanza. Porque solamente a través de un juicio implacable de las realidades naturales es posible crear un hueco en donde las realidades sobrenaturales tengan cabida e inyecten esperanza en las realidades naturales. Hoy un juicio optimista de la realidad, aparte de ser una absoluta deshonestidad intelectual, genera un blindaje contra las realidades sobrenaturales.
Maica Rivera / Ricardo Benjumea