Mi padre es tan amante del arte que no nos ahorró de niñas la horrenda visión del Goya en el que Saturno devora a su hijo. Soñé con el cuadro noches enteras. Después supe que la cara espantosa del dios, que presenta los ojos dilatados, como desbordándosele, tiene su explicación. Saturno no deseaba matar a sus hijos, pero estaba condenado a ello. Era la condición que le había puesto el primogénito, su hermano Titán, para cederle el trono: que no tuviese hijos varones. Me parecía un destino monstruoso el de matar lo que te sale de las entrañas. No se me ocurría otro peor. Desgraciadamente, la realidad está reproduciendo el cuadro.
El otro día escuché el testimonio de una mujer que explicaba que iba a abortar a su hijo, que tenía una discapacidad, porque prefería «llorar una vez que hacerlo toda la vida». Qué error. La supuesta paz de por vida no vendrá. La existencia es un afrontar obstáculos día tras día con dos posibles suertes: o abrir el corazón en el proceso, o cerrarlo. Así que lo que crees ganar en libertad, puede que te conduzca en dirección contraria. Y este camino mezquino, que en cierto modo hemos emprendido todos hace siglos, ya da frutos rotundos, quizá más obscenos que el Saturno de Goya.
Por ejemplo, las declaraciones de Arcadi Espada en su blog de El Mundo, llamando a los discapacitados «hijos tontos y peores» y calificando de culpables de crimen contra la Humanidad a quienes permitan el nacimiento de personas que lastren con sus «costes de tratamiento» a la sociedad. O los insultos de la escritora Rosa Regás a las mismas personas al llamarlas monstruos. Un colectivo de abogados cristianos se ha querellado contra ambos, pero mis conversaciones con Javier Romañac, tetrapléjico él mismo e intelectual muy interesante, me han dejado triste. Javier, que salió al paso de Espada y Regás en vigorosos artículos, sostiene que la mentalidad eugenésica ha ganado la batalla social. «No te engañes –me dice–, la mayoría piensa que hay vidas que no merecen la pena».
No nos podemos cansar de repetir que, ante las inevitables desgracias de la vida, caben dos posturas: o lanzarse a combatirlas, o sucumbir ante ellas. Y parece que ya no tenemos fuerza cultural para afrontar la enfermedad, acompañar al discapacitado y vencer el mal con el bien. Estamos tan débiles que nos doblegamos y preferimos devorar a nuestros hijos.
Me gustaría recordar aquí que existen interesantes islotes sociales en los que padres y hermanos hacen una piña en torno al enfermo y se benefician de una cosa llamada amor. Es un espectáculo recorrer estos territorios donde el miedo y el sufrimiento no tienen la última palabra. En plena discusión sobre la reforma de la ley Zapatero sobre el aborto es muy penoso pensar que, a lo mejor, las últimas en querer que se defienda a sus hijos discapacitados son las mujeres dispuestas a devorarlos por el sueño de un trono de felicidad que nunca se va a producir. Convendría visitar estas islas porque, más allá de espejismos, otro mundo es posible en éste. Recordemos que Saturno no quería devorar a sus hijos, por eso es tan terrible su cara. Pobre Saturno.