Mujer tenías que ser - Alfa y Omega

Mujer tenías que ser. Estamos acostumbradas desde niñas a que nos agredan con esa frase. Nos la arrojan si conducimos mal o si levantamos la voz, si se nos atasca el ordenador o nos quejamos por el sueldo. Ser mujer, algo tan maravilloso como complicado, no es un sentimiento, es un hecho que te determina. A veces olvidamos, como occidentales, que nuestras hermanas del mundo a menudo no pueden estudiar, casarse libremente, disfrutar del sexo, viajar por su cuenta, ser jueces, prestar testimonio, heredar. Que por ser mujeres reciben palizas, son violadas o mutiladas genitalmente, carecen de derechos fundamentales. ¡Cuántas veces, por la presión cultural, una se ve empujada a soñar con no haber nacido mujer! Pero el deseo no cambia la realidad.

Ahora, con las nuevas leyes trans, el deseo se erige en criterio para la identidad sexual. Hasta el extremo de que un adolescente puede establecer un cambio de sexo con un mero testimonio administrativo. La condición de mujer queda tan banalizada que pareciera que se pueden evitar los problemas del machismo eligiendo otro sexo. Pero no podemos, no es verdad.

No se trata aquí de poner en tela de juicio que hay personas –minoría, es verdad– que nacen sin un sexo claro y que, por razones físicas o psicológicas, se ven obligadas a pasar por el doloroso proceso de la llamada reasignación de la identidad. Pero sí es justo reclamar que una es mujer al margen de su voluntad, por un hecho previo, dado, experimentable, que no puede banalizarse ni reducirse.

La ley trans y LGTBI se presenta como una reclamación de la libertad, pero para muchas puede constituir un riesgo: el de la banalización del ser mujer. El borrador pretende prohibir de facto cualquier alternativa terapéutica a la transición hormonal y quirúrgica para los niños y menores con disforia. Es una locura. Las cosas no son blancas ni negras, los matices no implican intransigencia. En la adolescencia se produce un rechazo del propio cuerpo que se puede confundir con transexualidad. Una niña que se está descubriendo lesbiana, por ejemplo, puede pedir el bloqueo hormonal químico y hasta embarcarse en la mastectomía y arrepentirse después, como ha ocurrido en Inglaterra, donde el caso Keira Bell se ha convertido en objeto de debate. Bell se sometió con 16 y 17 años a un tratamiento con hormonas masculinas y, a los 20, se hizo amputar los pechos. Ahora, con 23 años, afirma que todo aquello no resolvió su disforia y ha ganado un proceso judicial contra la clínica que descartó otras causas de su problema, como depresión, odio hacia sí misma o confusión. Keira asegura que los niños y adolescentes necesitan mejor apoyo, no un «modelo afirmativo» que automáticamente las considera «niñas trans» y las encamina a los bloqueadores de la pubertad. Bell vive ahora como mujer, pero sigue presentando vello en el pecho y rasgos masculinos. «No había nada de malo en mi cuerpo, simplemente estaba perdida. La transición me otorgó la facilidad de esconderme aún más de mi misma». Los jueces británicos le han dado la razón y la sentencia considera que «es muy poco probable que un niño de 13 años o menos sea competente para dar su consentimiento a la administración de terapia hormonal o sopesar los riesgos y consecuencias a largo plazo». Es lo mismo que denuncia Walter Heyer, que se operó y vivió diez años como mujer en los Estados Unidos y después hubo de atravesar las mismas operaciones dolorosísimas y tratamientos en sentido contrario cuando comprobó que sus problemas no desaparecían con el cambio de sexo.

¿Por qué irritan estos testimonios en ciertos sectores LGTBI? ¿No estamos cayendo en la intolerancia? Existe un deseo de ordenarlo todo, de dar salida a cada impulso, a cada duda, de encasillar las soluciones y considerar que todo tiene remedio, y a poder ser a corto plazo. El camino de la vida es lo suficientemente complejo como para que no escatimemos prudencia. También para que se respete el hecho de que las feministas tradicionales protestemos contra la banalización de la identidad, que tiene consecuencias tan graves como la normalización de la prostitución o la aceptación del uso de la mujer como madre de alquiler.