La inversión, por parte de los Gobiernos, de más dinero en educación, y de más medios técnicos y pedagógicos, no lleva necesariamente a mejorarla. En España es más que evidente, a la vista, un año tras otro, de los informes PISA y McKinsey, que sitúan a nuestro país en los puestos más deficientes, por lo que a la enseñanza se refiere. Y la razón no es otra que el olvido de lo que es en verdad el ser humano: ¡Relación con el infinito!, como rezaba el lema del Meeting de Rímini de este año, y subrayaba el Papa en su mensaje, recordando algo tan elemental como que «el hombre es una criatura de Dios», y que, «incluso cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Al contrario —continúa Benedicto XVI—, comienza una búsqueda afanosa y estéril de falsos infinitos que puedan satisfacer al menos por un momento», y «se corre el riesgo de absolutizar las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a Él, convirtiéndolas así en ídolos». El Beato cardenal Newman lo decía muy claro, hablando de la universidad, paradigma y modelo de lo que debe ser la tarea educativa, al afirmar que lo único realmente indispensable para crear una universidad no son el dinero ni los medios técnicos y pedagógicos, que se darán por añadidura si se da lo indispensable: «Maestros con pasión por enseñar; y discípulos con pasión por aprender».
No cabe duda de que la falta de dinero y de los distintos medios que requiere la tarea educativa repercutirá negativamente, sin duda, en la calidad de la enseñanza, pero cabe preguntarse: ¿acaso esa restricción de dinero y de medios no es consecuencia de esa otra falta más esencial que es ignorar qué es el hombre y cuál es el sentido de su vida? Y esa luz primera en una educación humana digna de tal nombre, ¿no son acaso los padres quienes han de encenderla con el alumbramiento de los hijos? Vale la pena recordar las palabras del Beato Juan Pablo II al respecto, en su Carta a las familias, de 1994: «Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad, e incluso el deber, de una ayuda a los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas. El principio de subsidiariedad, por tanto, se pone al servicio del amor de los padres, favoreciendo el bien del núcleo familiar».

Hace falta cerrar del todo los ojos a la realidad para no verlo. Por muchos medios que se tengan, a los cada día más numerosos hijos de familias desestructuradas, ¿quién les va a llevar esa luz? Los profesores, por ese principio de subsidiariedad, tienen la hermosa tarea de hacerlo, y sólo lo harán si, como afirma el mismo Juan Pablo II, favorecen «el bien del núcleo familiar». A lo que añade: «La subsidiariedad completa así el amor paterno y materno». La tarea educativa, ciertamente, para que sea realmente humana, ha de estar enraizada en este amor, y sólo la llevan a cabo de veras quienes lo viven. En esa misma Carta a las familias, el Papa Beato lo decía bien claro evocando a su predecesor Pablo VI, quien «observaba que, el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos». Testigos, en definitiva, de la verdad, del bien y de la belleza de la vida, que no nos la damos a nosotros mismos y proclama el amor del Creador. Sí, el hombre es criatura, y esta consideración, como decía Benedicto XVI en Rímini, «resulta incómoda, porque implica una referencia esencial a algo diferente, o mejor, a Otro. Sin embargo, esta dependencia no sólo no esconde o disminuye, sino que revela. de modo luminoso. la grandeza del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con Dios». Y si hasta los mismos padres han de reconocer que la vida de sus hijos es de ese Otro infinito, ¡cuánto más los maestros, delegados suyos para la educación de sus hijos!
Hoy, más que nunca, necesitamos estos maestros, que en primer lugar sean testigos. Sin ellos, no hay reforma posible, por mucho dinero o muchos medios que se tengan, que pueda llevar a buen puerto la tarea educativa. A los profesores universitarios, en El Escorial, durante la JMJ del pasado año en Madrid, se lo decía así Benedicto XVI: «Nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no sólo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos —Jesucristo, el Hijo de Dios vivo— se encarnó para poner su morada entre nosotros». No son reflexiones piadosas. No nos engañemos. En ello está el ser o no ser de la educación.