Salid - Alfa y Omega

Salid a la calle, a todas partes, para llegar a todas las periferias existenciales, personales, que están en cualquier lugar. Salir: tal es el programa misionero esencial de la Iglesia lanzado clara e insistentemente por el Papa Francisco desde el primer momento de su magisterio. Con su cercano lenguaje, una Iglesia —diríamos— accidentada en algún callejero lío evangelizador será siempre preferible a una Iglesia enferma, esclerotizada, por no salir.

Salir, salida son palabras de hondas resonancias filosófico-teológicas. Salida es éxodo, éxtasis, espíritu. Salir de sí es entrega, desasimiento, apertura receptiva, acogida, amor…

En la escala de los seres, tanto más alto se está cuanto mayor capacidad se tiene de salida, de autodonación.

Hay un salir que lleva a la disipación alienante. No es tal, claro, el salir evangelizador al que el Papa nos insta con urgencia. Y no desvirtuamos la exigencia que nos marca si con nuestro salir nos proponemos invitar a entrar en el banquete de bodas a cuantos encontremos en cualquier sitio.

Es aquí inevitable recordar la parábola del rey que organiza el banquete de bodas de su hijo, tal como la presenta el evangelio de San Mateo (Mt 22, 2-10), y la análoga, que nos ofrece el de San Lucas (Lc 14, 16-23). En ambos casos, los invitados rehúsan acudir al festín, y en ambos el desairado y airado señor ordena a sus criados que salgan y lleven a la sala del convite a cuantos, de cualquier condición, hallen en cualquier periferia…

En el relato de san Mateo, el rey encarga a sus criados que a cuantos encuentren los inviten a acudir al banquete, mientras que el señor de la parábola recogida por san Lucas le ordena a su siervo que los obligue a entrar… Ahora bien: en ese oblígales a entrar, objeto de tanta controversia en el pasado, nadie verá hoy, en buena exégesis, un ataque a la libertad de esos últimos convidados. Y, a este propósito, resultan luminosas unas palabras del Papa Francisco en la homilía de la misa para la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, en Río, el pasado 28 de julio.

Cuando Jesús nos dice: «Id y haced discípulos a todos los pueblos» –advertía allí el Papa– nos da un verdadero mandato, pero nacido no de la voluntad de poder, sino de la fuerza del amor ¿Acaso no es esa misma fuerza la que obliga, empuja, sin merma de la libertad, a hacerse discípulo y participar en el banquete de bodas del Reino?

Salid, salid para invitar, con la irresistible fuerza obligante del amor, a entrar… Porque «llevar el Evangelio» —decía también allí Francisco con ecos proféticos (Jeremías 1, 10)— es «llevar la fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal y la violencia; para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio; para edificar un mundo nuevo…».

Se trata de salir para llevar a todos una fuerte e irresistible invitación a entrar en la revolución del amor.