Anda Madrid todavía conmocionada, y necesita que le digan que es verdad, que no ha sido un sueño ese torbellino de alegría y esperanza que han visto sus calles; necesita que le expliquen de dónde han salido esos chicos, tan distintos de esa imagen superficial, negativa y desnortada de la juventud con la que, a menudo, bombardean a la opinión pública los medios de comunicación; necesita conocer el secreto de la alegría de esos cientos de miles de jóvenes, porque sospecha la ciudad castiza que ahí está el secreto de la eterna juventud que con tanta ansiedad buscaba. Justo ahí, ¿quién lo iba a decir? ¡¿En la Iglesia?! Se agitan los falsos profetas, muchos de ellos prohombres con monumento y plaza en la capital de España; vomitan endemoniadas blasfemias. ¡¿En la Iglesia?!, se pregunta incrédulo el castizo. Porque Madrid –como tantas otras ciudades modernas– puede que a veces, muchas veces, olvide quién es y quién ha sido; pero si de algo está harta, es de promesas vacías, de tantas pócimas mágicas, que, tras las burbujas, sólo dejan una resaca de vidas rotas y desgraciadas. Almas insatisfechas.
Madrid necesitaba una nueva Carta a Diogneto, como la que compuso, para una de sus catequesis durante la JMJ, el arzobispo de Granada, que antes fue auxiliar de este viejo Madrid: estos chicos «son iguales que toda la gente, pero parecen pisar un suelo más firme, más sólido –explica monseñor Javier Martínez–. Y eso es lo que les acaba haciendo diferentes. Tienen en quién confiar, saben que son amados como son, que hay alguien a quien pedir perdón. Y eso hace razonable la alegría, el canto, y el don de sí mismo…».
Pero el signo de estos jóvenes no es sólo la alegría. Está también el vía crucis: «Su vida sigue siendo dramática (como la de todos), pero es una vida humana cumplida», prosigue el arzobispo. Porque el cristiano sabe que el amor se forja en la cruz, y la abraza. Por eso, no hay sufrimiento humano en el que no esté la Iglesia en primera línea de batalla. Por eso, la economía se hunde y Somalia se muere de hambre, pero nada enturbia la fiesta. Es más, Madrid fue una gran fiesta y, gracias a ello, el mundo entero es ahora un lugar mejor, porque se le han dado razones para la esperanza. ¡Qué paradoja! Estos jóvenes, que están en el mundo sin ser del mundo, estos jóvenes educados para una ciudadanía en el cielo, son la esperanza más sólida y razonable para un mundo mejor. Madrid lo ha visto, y no acaba de dar crédito a lo que han visto sus ojos.