Hechos, no palabras: se anuncia que ETA puede volver a lo suyo; seis de cada diez bodas que se celebran son civiles; el mercado de futbolistas, a base de cientos de millones de euros, es una intolerable provocación, en un país con 6 millones de parados; no lo es menos el hecho de que siga habiendo 20.000 asesores nombrados a dedo por los políticos, con sueldos y pensiones blindadas; se jubila un banquero y se va con 80 millones de euros; las clínicas abortistas siguen perpetrando el crimen del aborto, a 1.100 euros por aborto exprés; un celador de un centro geriátrico asesina a 11 personas porque le daba pena lo que sufrían; la Deuda Pública supera los 923.000 millones de euros; Federico Mayor Zaragoza pide la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia a la plataforma que promueve los actos de intimidación en la calle (a los llamados escrachadores); Herman Tertsch denuncia la peste de la impunidad de los delincuentes en España, una «subcultura de la impunidad que procede del antiautoritarismo europeo del sesentayochismo»; don Miguel Sebastián, ex ministro socialista y profesor de la Universidad Complutense, tiene que salir diciendo que «la universidad pública no se defiende con huelgas»; nadie, que yo sepa, de los que se lo han llevado crudo devuelve un solo euro; vuelven los llamados jueces estrella, que deberían avergonzarse de lo que dicen y hacen; los sindicatos siguen a lo suyo, sin que pase absolutamente nada; las Autonomías, idem del lienzo; ningún partido político considera, ni siquiera como hipótesis, el indispensable cambio de la Ley electoral en vigor…
Noticia de ahora mismo: en las elecciones administrativas y municipales italianas, cuatro de cada diez electores se han abstenido; en Roma, concretamente, uno de cada dos. ¿A alguien le extrañaría que aquí ocurriese lo mismo? José María Maravall, sociólogo socialista que fue ministro de Educación y Ciencia con Felipe González y que, sin lugar a dudas, es uno de los grandes responsables de lo que está pasando, ha publicado, en El País, una página titulada En el túnel, y escribe que «el desapego por la política, manifestado tanto en opiniones como en el crecimiento de partidos populistas y xenófobos, indica que la democracia representativa afronta en toda Europa problemas serios».
Leer toda esta retahíla de hechos ¿no les produce a ustedes una cierta náusea? A mí, sí. No lo puedo remediar. Mientras tanto, el Partido Popular aplaza, otro mes más, el debate del déficit. El Gobierno del señor Rajoy se está consolidando como uno de los Gobiernos más expertos en aplazar. A la oposición, todo lo que se le ocurre es que hay que denunciar los Acuerdos con la Santa Sede, y algunos de los que se consideran intelectuales de primera línea no saben ya qué hacer para que, por favor, alguien diga algo de ellos. Son lo que Antonio Fontán llamaba los gurús del laicismo confesional obligatorio, y hacen preguntas tan deslumbrantes y profundas como ésta: «¿Qué tiene que ver la religión, precisamente católica, con la educación y la formación de adolescentes?». ¡Hay que ver qué lumbreras! Y si la religión no tiene nada que ver con eso, ¿quién tiene que ver? Se empeñan, una y otra vez, en creer que el ser humano es sólo cuerpo; pero resulta que es cuerpo y alma, y que si hay asignaturas que se tienen que ocupar de lo material, tiene que haber otras que se ocupen de lo espiritual, sin lo cual el ser humano queda reducido a pura zoología. Claro que así nos luce el pelo y, a falta de educación de lo espiritual, la abundancia de zoología por las calles y plazas es notoria. J. A. Gundín acaba de escribir, en La Razón: «Si en las escuelas se imparte la asignatura de Religión, no se debe a ningún cambalache con el Vaticano, sino porque es un derecho que el artículo 27,3 de la Constitución protege y reconoce a los padres». Así que, a la vista de todo esto, ¿tiene o no tiene sentido la viñeta que ilustra este comentario?