«Hoy podemos iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es ésta una imagen de la problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos mucho, pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos identificar». He ahí la mortal paradoja que señala magistralmente Benedicto XVI en su homilía de la pasada Vigilia Pascual: nuestro ser ilustrado, iluminado (de la Ilustración, el Iluminismo), sin Cristo, en realidad está ciego para la verdad y la vida. Al estar vacías de la Luz, sus luces no pueden iluminar sino la apariencia, «la oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a dónde va y de dónde procede». Sin esto, sin saber el verdadero porqué y para qué vivimos, que sólo puede descubrirnos la auténtica Luz —también se llama fe—, nacida para nosotros de la Palabra creadora de Dios, ¿de qué sirve lo que se ve y se sabe, por mucho que sea, si en definitiva no se ve ni se sabe lo único necesario para vivir de veras?
¿Acaso no es eso único necesario lo que nos da Cristo resucitado, la Luz verdadera que destruye toda tiniebla, de tal modo que no puede por menos que iluminarlo todo? ¿Acaso hay algo más razonable que la apertura a esa Luz en que consiste la fe? ¿O lo razonable es quedarse con esas pobres y tristes luces del Iluminismo, por potentes que sean para llegar a los más lejanos planetas, pero incapaces de iluminar el sentido de la vida? Quien no ha inutilizado la razón, que «lleva inscrita —dice Benedicto XVI en su carta Porta fidei, con la que convoca el Año de la fe— la exigencia de lo que vale y permanece siempre», quien no ha matado en su corazón la sed de verdad y de vida que lo define como ser humano, ¡sin duda que estará abierto, de par en par, a la Luz verdadera! Sólo falta mostrársela, y esto no puede por menos que hacerlo el testigo, como decimos en nuestra portada de hoy, quien ya la ha encontrado. ¡¿Cómo podría ocultarla?! Y no podrá por menos que hacerlo con alegría y entusiasmo, como afirma el mismo Benedicto XVI al convocar el Año de la fe, ocasión más que propicia para «redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe».
En la pasada Navidad, en su felicitación a la Curia romana, el Papa daba testimonio de ello, sin discursos abstractos, sencillamente contando que la fe que había encontrado en su viaje a Benín, «dispuesta al sacrificio, y precisamente alegre por ello, es una gran medicina contra el cansancio de ser cristianos que experimentamos en Europa»; y que «la magnífica experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid, ha sido también una medicina contra el cansancio de creer. Ha sido una nueva evangelización vivida». Resonaba en el ánimo de Benedicto XVI lo que dijo a los jóvenes en Cuatro Vientos: «No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás», con alegría y entusiasmo, ¡sin cansancio alguno! Y es que el cansancio de creer no nace de la Luz verdadera, la que luce en el Cirio pascual, signo de Cristo resucitado, que llena de su Luz a cuantos lo acogen. Una Luz que ya no puede cansarse, que ya no se apaga, porque «la Vida -subrayó también el Papa en la pasada Vigilia Pascual- es más fuerte que la muerte; el Bien, que el mal; el Amor, que el odio; la Verdad, que la mentira… La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace Él mismo Luz pura de Dios. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. Él nos lleva a todos tras Él a la vida nueva de la Resurrección, y vence toda forma de oscuridad».
Es la luz magnífica, Cristo resucitado, vivo aquí y ahora presente en la Eucaristía, que atraía a Sí a la multitud de jóvenes en la JMJ de Madrid 2011, como testimonia la foto que ilustra este comentario. Es la Luz verdadera, que todo lo hace nuevo, como en su última noche de Pascua en la tierra nos invitaba a acoger el bienaventurado Juan Pablo II, con estas palabras, de un valor extraordinario al dirigirlas a todos nosotros, no en el esplendor de su fuerza física, sino en medio de su ya inminente agonía, a tan sólo una semana de su paso a la Casa del Padre: «Oremos a nuestro Señor Jesucristo para que el mundo vea y reconozca que, gracias a su Pasión, muerte y resurrección, lo destruido se reconstruye, lo envejecido se renueva, y todo vuelve, más hermoso que antes, a su integridad original». Ciertamente, nuestro querido Juan Pablo II, como todo testigo de la Luz verdadera, no podía ocultarla jamás.