La Luz de la vida - Alfa y Omega

La Luz de la vida

Alfa y Omega

«En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe»: así decía Benedicto XVI en la audiencia general de la semana pasada, y añadía, con su habitual agudeza y claridad, que, «en nuestro tiempo, se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, práctico, en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles». Sin embargo, la Historia se ha encargado, una y otra vez, de mostrar que la inutilidad, y más aún, la destructividad, están servidas cuando el hombre da la espalda a Dios. «En realidad —sigue diciendo el Papa—, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que, en el siglo pasado, han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual».

Afrontar esta realidad actual ha sido el objetivo del reciente XIV Congreso Católicos y Vida Pública, celebrado en la Universidad CEU San Pablo, el pasado fin de semana. Su título lo expresaba claramente: Un nuevo compromiso social y político. Del Concilio Vaticano II, a la nueva evangelización. Las referencias al 50 aniversario del Vaticano II y al Sínodo de los Obispos, del pasado mes de octubre, no son indicaciones piadosas; son la luz, justamente, de la máxima relevancia y utilidad para la vida concreta y real de los hombres y de los pueblos. La novedad del compromiso social y político alentado por este congreso no es otra que la presencia del Único que ha podido decir: «¡Todo lo hago nuevo!», presencia que late llena de vida en la Iglesia; y el compromiso, por tanto, no puede ser otro que vivir la Iglesia en toda su verdad de Cuerpo de Cristo, Dios hecho hombre para iluminar y salvar al hombre: en definitiva, el compromiso de la fe. «Quien cree —dijo también Benedicto XVI en la Audiencia de la pasada semana— está unido a Dios, abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en la vida cotidiana»; y subraya el Papa que la fe «no es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre». Por eso, «un cristiano, una comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción».

La profunda crisis de la que todo el mundo habla, en su raíz, es verdaderamente una crisis de fe. Lo dice bien claro el propio Benedicto XVI en la carta Porta fidei, al anunciar el presente Año de la fe. Tal crisis, lógicamente, sólo puede superarse con ese nuevo compromiso social y político, que es el de la fe, y por tanto de la Caridad, el nombre de Dios. Vale la pena escuchar al mismo Santo Padre en su encíclica social Caritas in veritate: «El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno».

La Luz de la foto que ilustra este comentario es un bello signo de la fe que es fuente de vida verdadera, la fe de la Iglesia, la fe plasmada en el Concilio Vaticano II, de cuyo inicio se cumplen 50 años, porque es la misma fe de los apóstoles, la Luz, Cristo mismo, que ilumina y salva. No es una curiosidad piadosa la lectura y el estudio de los documentos del Vaticano II, ¡es encontrar esa «brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»!, como lo definía Juan Pablo II en su carta al comienzo del nuevo milenio, y lo reafirma su sucesor en Porta fidei.

Al comienzo mismo del principal documento del Concilio, la constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium, es nítida y precisa la dirección de la brújula: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas». Y la relevancia y utilidad máxima de esta Luz para la vida, precisamente porque se ha encarnado hasta el fondo de nuestra humanidad, lo señala con no menor nitidez y precisión el comienzo de la otra gran constitución, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón». La fe de la Iglesia, ciertamente, es la Luz de la vida, es la única verdadera esperanza, para cada hombre y para la sociedad entera.