Occidente mira alucinado las protestas en el mundo islámico. Los barbudos son, para muchos, seres de otro planeta. Más que su Islam, el problema es la religión sin domesticar, dicen estos comentaristas: el musulmán debe imitar a los cristianismos secularizados, y aceptar la primacía absoluta de la ley civil, aun cuando la libertad de expresión produzca una película de mal gusto que ultraja a Mahoma. Porque la Ilustración no puede reconocer la categoría de pecado. Su pretendida superioridad radica en que, en la vida pública, sólo hay leyes, que igualan a todos. Tampoco hay imperativo moral; cada cual tiene su moral propia.
El sentido común intuye contradicciones: ¿libertad es barra libre para la blasfemia? Pero hay otra cuestión, si se quiere más inquietante: sin otra instancia de referencia que la del poder político, la libertad ya no es más que el derecho a hacer lo que no está prohibido, o ese poder consienta. El debate no es retórico. Gobierno central y Autonomías en España, con partidos de uno y otro signo, se han saltado a la torera el derecho de los padres y las sentencias de los más altos tribunales. Ni unos ni otros les van a impedir adoctrinar o sumergir lingüísticamente a los niños como mejor les plazca. Porque son ellos quienes tienen los votos. O sea, la verdad.
Benedicto XVI rompe estas contradicciones de la única forma posible, aunque a priori la solución resulte inaceptable para el ilustrado: es preciso colocar en la cúspide la libertad religiosa, de modo que cada cual pueda buscar la verdad, vivir conforme a sus convicciones y aportar lo mejor de sí mismo al bien común. Esto no significa derecho a cualquier cosa, en nombre de la religión; si la fe busca el bien y la verdad, debe comenzar por confrontarse con la razón y con la libertad humana. Pero la razón secular tampoco puede cerrarse a las grandes preguntas sobre el sentido de la vida. Cuando esas grandes preguntas pasan a formularse y a responderse exclusivamente desde el poder político, el resultado es siempre aterrador. Lo de menos es que el ídolo en cuestión se llame nación o paraíso socialista.