«Cuando voy a la iglesia, ¿es como si fuera al estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si fuera al cine? No, es otra cosa»: así decía el Papa Francisco, el pasado 9 de octubre, en la Audiencia general. Y explicaba qué es esa otra cosa, comenzando por el propio nombre de la Iglesia, que se llama católica «porque es el espacio, la casa en la que se nos anuncia toda entera la fe, en la que la salvación que nos ha traído Cristo se ofrece a todos», y en ella «cada uno de nosotros encuentra cuanto es necesario para creer, para vivir como cristianos, para llegar a ser santos. Es como en la familia, que a cada uno se nos da todo lo que nos permite crecer, madurar, vivir». Porque «no se puede crecer solos, caminar solos, aislándose, sino que se camina y se crece en una comunidad, en una familia. ¡Y así es en la Iglesia!».
Sí, es como la familia, y la familia es como la Iglesia. Porque una familia cerrada no es familia. Es precisamente en la Iglesia donde toda familia aprende a serlo de verdad y donde encuentra la energía para vivir como tal, al mismo tiempo que la familia auténtica llena de vitalidad a la Iglesia, y en definitiva al mundo entero. Porque es católica –sigue diciendo el Papa–, es decir, universal, y por eso «no tiene cierres, es enviada a todas las personas, a la totalidad del género humano». Así, justamente, es como la describe al inicio mismo de su primera Constitución dogmática, Lumen gentium, el Concilio Vaticano II: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».
Como la familia, abierta a la vida, a la acogida de cuantos están solos y necesitados, la Iglesia es la Casa de puertas abiertas para acoger, y para salir a buscar. El Papa Benedicto XVI se lo decía así a los fieles de la parroquia romana de San Juan de la Cruz, el 7 de marzo de 2010: «Dejaos cada vez más implicar por el deseo de anunciar a todos el Evangelio de Jesucristo. No esperéis a que otros vengan a traeros otros mensajes, que no conducen a la vida, sino haceos vosotros mismos misioneros de Cristo a los hermanos, donde viven, trabajan, estudian o transcurren el tiempo libre». Sí, la Iglesia es la Casa abierta a todos, como subraya el lema del Día de la Iglesia diocesana que se celebra este domingo, y por eso sale a la calle, al mundo, para invitar y dar la Vida que lleva en sí misma, Jesucristo, a todos los hombres. Es verdad que la diócesis es la Iglesia particular, que preside un sucesor de los apóstoles y ocupa un territorio determinado, pero no es menos verdad que ahí está la Iglesia entera, la única Iglesia universal, que es para todos los hombres, y no en general, de un modo anónimo, sino uno a uno, como los hijos de una familia, y por eso existen comunidades eclesiales y, especialmente, las parroquias, que, lejos de reducir nuestros ojos y nuestra vida a los límites de un territorio, ¡nos abre al mundo entero! El Beato Juan Pablo II, en la Exhortación Christifideles laici, de 1988, nos recuerda que la Iglesia católica «encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas». La misma y única Iglesia, sí, que abraza a toda la Humanidad. Y el mismo Juan Pablo II, en la Exhortación Familiaris consortio, de 1981, decía bien claro que «la comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y promueve la consistencia y la originalidad de las diversas Iglesias particulares». He ahí la belleza de la única Iglesia de Cristo.
Lo expresó preciosamente el Papa Francisco, en la Audiencia del 9 de octubre pasado, al decirnos que «la Iglesia es católica porque es la Casa de la armonía donde unidad y diversidad saben conjugarse juntas para ser riqueza. Pensemos –continuó el Papa– en la imagen de la sinfonía: diversos instrumentos suenan juntos; cada uno con su timbre inconfundible y sus características de sonido armonizan sobre algo en común. Y está el director. Todos tocan juntos, pero no se suprime el timbre de cada instrumento; la peculiaridad de cada uno, más todavía, se valoriza al máximo… Todos somos distintos, cada uno con las propias cualidades. Y esto es lo bello de la Iglesia: cada uno trae lo suyo, lo que Dios le ha dado, para enriquecer a los demás. Y entre los componentes existe esta diversidad, pero es una diversidad que no entra en conflicto; es una variedad que se deja fundir en armonía por el Espíritu Santo; es Él el verdadero Maestro, Él mismo es armonía». Y «sólo Él –dijo en su Homilía de Pentecostés, el 19 de mayo pasado– puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos y exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación».
¿Dónde, fuera de la Iglesia, es posible una vida humana verdadera? No puede por menos que estar abierta a todos.