Antena 3 acaba de estrenar La cúpula, serie multiaclamada por el público norteamericano en su primer pase, a principios de este verano. La cúpula se ha mantenido siempre por encima de los 11,4 millones de espectadores, consiguiendo renovar por una nueva temporada de 13 episodios. Detrás de este evento de masas, se encuentran dos magos del entretenimiento: el escritor Stephen King y el mismísimo Steven Spielberg.
La cosa trata sobre la vida en Chester’s Mill, un pueblo de Nueva Inglaterra cuya absoluta apacibilidad se ve entorpecida por la aparición de una cúpula de un material transparente inclasificable, que la cubre por entero. La cúpula ha irrumpido de forma inopinada, quedando unos fuera y otros dentro. La barrera incomunica y no permite que llegue ningún sonido a la otra parte. Ya se puede uno imaginar de qué va la serie. A rebufo de las grandes historias de catástrofes que se iniciaron en los 70 (La aventura del Poseidón, El coloso en llamas…), el fenómeno paranormal se convierte en excusa para mostrarnos el mosaico de unos personajes y su urdimbre de relaciones. Quizá las novelas de Stephen King que mejor se han adaptado a la gran pantalla han sido El Resplandor y Misery, especialmente la primera, que tuvo el acierto de garantizar el insomnio de toda una generación.
Pero, entre nosotros, yo ya estoy un poco cansado de las películas de catástrofes, de las que sales del cine manchado de barro y sustancias desconocidas. De un tiempo a esta parte, no se me ocurre llegar a un punto de arranque de este fenómeno, todas las películas que buscan una prospección hacia delante, nos garantizan un erial de futuro. A nadie se le ocurre diseñar un futuro mejor. Los zombies nos dejan en las raspas, los extraterrestres nos desasosiegan, nuestra capacidad de depredación nos roba el combustible natural del ecosistema…
Hay un pacto de silencio entre las grandes productoras de entretenimiento para usar los efectos especiales en asuntos de destrucción masiva. Lo malo del catastrofismo es que el hombre padece siempre una situación de extraordinaria afectividad, es decir, vive un Gran Hermano hiperemotivo, tan capaz de acciones heroicas como de bajezas de alto calibre. Yo echo de menos la gran epopeya de lo cotidiano, las situaciones livianas, las menos insospechadas; ¿no pretendía algo así Walt Whitman con sus versos? Es que el hombre vive su destino en traje de faena y en tierra firme, no sobre el cable del funambulista.