Intervención del cardenal Ratzinger en Toledo, 1989: ¿Qué fuerzas para unir Europa? - Alfa y Omega

Intervención del cardenal Ratzinger en Toledo, 1989: ¿Qué fuerzas para unir Europa?

Ofrecemos a nuestros lectores un resumen de la intervención del cardenal Ratzinger en la conmemoración, en Toledo, del XIV Centenario del III Concilio de Toledo

Papa Benedicto XVI
Ilustración del cartel conmemorativo del XIV Centenario del III Concilio de Toledo.

El Tercer Concilio de Toledo, del año 589, es un dato histórico, eclesiástico y europeo de primer orden. La España de aquel tiempo estaba dividida internamente en un doble sentido. Al enfrentamiento étnico entre la población románica y la germánica, se sumaba la correspondiente oposición religiosa entre las versiones católica y arriana del cristianismo. Las contraposiciones de la sangre sólo podían ser salvadas por la unidad en la fe.

El Concilio de Toledo ha creado futuro; ha construido Europa, produciendo unidad a partir de la fuerza del espíritu. En el encuentro con el Concilio de Toledo, buscamos modelos de unidad, algo que pueda reunir a unos y otros y abrir caminos por donde avanzar. Hasta hace poco, Europa estaba dividida por el telón de acero, representado simbólicamente por el muro de Berlín. Estas barreras han caído. Hemos podido ver con nuestros propios ojos que el espíritu es más fuerte que el hormigón. La expansión del espíritu, la exigencia indestructible de libertad, de justicia y de verdad, ha destrozado el telón de acero. Los hombres no se han levantado sólo contra el fracaso material de la economía y las carencias materiales; se han alzado más bien contra un sistema, que había erigido la mentira como principio del pensar, del hablar y del hacer. ¿Qué fuerzas pueden servir a la edificación de un nuevo futuro europeo? ¿Es todavía la fe cristiana, también hoy, una fuerza así? Con el marxismo ha fracasado, ante todo, el materialismo elevado a la condición de dogma.

Ya desde Augusto Comte, todo el esfuerzo se dirige a concebir al hombre como un ser determinado por leyes. Este intento ha dado origen a aquella común concepción fundamental de la ciencia social que, a pesar de todas las diferencias, aparece en el Este bajo la forma de sociología marxista, y en el Occidente como sociología positivista, y que en los dos casos define –según la expresión de Jürgen Habermas– el proyecto de modernidad. Estos principios se presentan como la nueva metafísica, como explicación de los fundamentos del ser humano. El intento de tratar al hombre científicamente, en el sentido estricto de la palabra, implica el determinismo derivado del materialismo que sirve de presupuesto. El sistema marxista no ha hecho más que traducir con toda fidelidad estos presupuestos fundamentales al comportamiento político: la represión de la libertad por el sistema no es una deformación del pensamiento, sino su aplicación lógica.

La palabra progreso se ha convertido en un satélite de la filosofía de la Historia post-hegeliana. En el terreno socialista, se consideraba sencillamente que el progreso es lo que sirve para la constitución del socialismo. Hay también un liberalismo superficial, que no es menos parcial. Identifica la libertad con la ausencia de vinculaciones, y presenta como progreso todo lo que suprime los vínculos. En este contexto, Romano Guardini ha hablado de la falta de lógica, de insensatez de la fe en el progreso. Cuanto el progreso se considera como un proceso necesario de desarrollo de la Historia, sujeto a leyes, queda colocado debajo de lo propiamente humano y, en último término, concebido contra el hombre.

La pregunta sobre Dios

El motor más fuerte de los nuevos procesos ha sido el fracaso material del sistema marxista. Habría que citar, como segundo factor, la fuerza de la religión. Se había predicho que la religión desaparecería por sí misma, cuando hubiesen cambiado las relaciones sociales que provocaban las proyecciones de la religiosidad. Hace tiempo, sin embargo, se reconoció que se había sobrevalorado la rapidez de este proceso; después, finalmente, se fue poco a poco dejando abierta la posibilidad de que la religión nunca hubiera de desaparecer. Al final, ocurrió algo sorprendente: precisamente entre los intelectuales dedicados a las ciencias naturales, volvía a emerger la pregunta sobre Dios. Estos destellos del interrogante sobre Dios en medio de una estricta racionalidad, hicieron sentir la sed de lo eterno que nace de lo más profundo de la existencia humana; una sed que, evidentemente, está impresa en las raíces de nuestra alma. Por los libros de Tatjana Goritschewa, conocemos cómo entre la juventud académica educada en el ateísmo absoluto, Dios se convirtió en un tema atractivo, sobre el que se disputaba en discusiones que llegaban a durar toda una noche. No siempre conducían a la conversión, a la fe cristiana concreta. Pero sí creció espontáneamente, a partir de estas preguntas, una nueva receptividad ante el mensaje.

Un tercer factor, de naturaleza muy diversa a los anteriores, es la influencia de los medios de comunicación, que han mostrado ser, sin duda, un elemento de desestabilización frente a las dictaduras. Con su escepticismo, lo relativizan todo; para todo muestran imágenes contrapuestas, y así, lo hacen todo discutible. Forman la conciencia y el inconsciente, y empujan a poner en práctica lo visto y lo oído. No se puede ocultar que a los medios de comunicación, con su banalización de la violencia, presentada como un comportamiento humano normal y corriente, les corresponde una grave responsabilidad. La fuerza relativizadora de las imágenes van más allá del ámbito de las dictaduras. Empujan a un escepticismo generalizado. Nace la sensación de conocerlo todo, de poder juzgar y opinar sobre todo; pero de ahí podría resultar una pérdida de la capacidad para percibir las dimensiones más profundas de lo existente. Existe el riesgo de un adormecimiento de la sensibilidad, de un aferrar sólo lo exterior. Amenaza el peligro de que el alma se haga incapaz de la paciencia necesaria para la búsqueda de la verdad. El fenómeno de los medios de comunicación no puede ser juzgado de un modo sólo positivo o sólo negativo; precisamente en su ambigüedad, son un signo fatídico de nuestro tiempo, cuyo influjo puede extenderse de modo cada vez más decisivo y en las direcciones más diversas.