Es así desde hace siete años. La Semana Santa, desde que me incorporé a la oficina de prensa del Regnum Christi en España, comienza para mí con llamadas de teléfono a varias decenas de personas. Con la mayoría hablo sólo una vez al año por estas fechas. No conozco su rostro ni las reconocería por la calle, pero sé su nombre, y cuando hablo con ellas deseo para mis adentros: «Por favor, que me contagie de lo que dicen. Aunque se me olvide lo que me cuentan, que sus palabras pasen a formar parte de mí».
Juventud y Familia Misionera ha cumplido 13 años en España. Hay jóvenes y familias que, desde entonces, cada Semana Santa preparan los bártulos, se suben al coche o al autobús, y se recorren los caminos hasta iglesias perdidas para ayudar a párrocos rurales con un gran volumen de trabajo a sus espaldas. En 2014 han sido 800 misioneros al servicio de 19 párrocos en localidades de 11 provincias de España. En los pueblos los conocen. Y los esperan.
Hablo con varios de ellos cada año para compartir con los medios esta iniciativa. Durante días, repito lo mismo muchísimas veces, porque tengo que contarles las mismas cosas a muchas personas. Amenazan la rutina y la duda trampa de si servirá para algo.
Cuando escucho sus experiencias, renuevo la sensación de que participo conectando a todos de una forma misteriosa, y que de verdad una noticia puede ser para alguien como agua fresca en un desierto, como una presencia silenciosa que no abandona, como un te puedo ayudar. Una forma de hacerle hueco a Dios en su mundo. Por eso comienzo cada Semana Santa preguntándoles a los misioneros por qué dedican sus vacaciones a cansarse.
Les he oído crecer. Desde este lado del teléfono, he oído crecer a estas familias y a estos jóvenes con ganas de fe, con ganas de vida, con ganas de dar. O sin tantas ganas, pero con una fidelidad en Dios y una perseverancia que le arrancan al cosmos la alineación favorable de las estrellas y toda la pasión del universo.
Algunos matrimonios comenzaron hace años con hijos que ahora son adolescentes, terminan sus carreras, o disciernen la posibilidad de una vida religiosa. Muchos participan porque quieren ayudar a la Iglesia en familia, que sus hijos les vean poner en juego su fe junto a otras familias, compartiendo a Dios, buscando a Dios y sirviendo a los demás.
Hay casos exóticos, como un joven filipino que ha participado este año en las misiones sin conocer a nadie ni hablar español. Percibía un ambiente especial, y no se lo quiso perder. La mayoría de los jóvenes ha destacado en la tribuna libre que la acogida que han recibido les ha hecho experimentar la belleza y la grandeza de la Iglesia, donde nos sentimos verdaderamente en casa.
Un padre de familia me dijo, hace días, que va de misiones porque «Dios vive en cada experiencia de fe que compartimos, y en cada experiencia de fe que unos hijos comparten con sus padres». Me sobrecogí al pensar que hemos sido regalados con el poder de convocar a Dios, de presentarnos ante Él y de hacerle presente. Ser misionero es el poder de hacerle a Dios un hueco en su mundo. Y lo tenemos.