Entre las casas de los hombres - Alfa y Omega

Entre las casas de los hombres

Alfa y Omega
Detalle del cartel anunciador del Día de la Iglesia Diocesana 2014

«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa»: así dice Jesús al pasar por Jericó y ver subido a una higuera, «porque era bajo de estatura», a aquel nada recomendable «jefe de publicanos y rico», que sin embargo quería verle. Y el relato del tercer evangelio añade que «bajó en seguida y lo recibió muy contento». No está falto de sentido, ¡todo lo contrario!, que la liturgia de la Iglesia proponga este pasaje evangélico precisamente para la fiesta de la dedicación de un templo, y sin duda explica muy bien el significado del Día de la Iglesia Diocesana: el templo de piedras vivas que formamos la familia de los hijos de Dios. No es la Iglesia -dice el Papa Francisco en la Exhortación Evangelii gaudium– «una prolija estructura separada de la gente», es la casa de Dios, el hogar al que somos llamados todos los hombres para ser, justamente, familia. Jesús, ya en la casa de Zaqueo, dice bien claro: «Hoy ha sido la salvación de esta casa». Sí, la Iglesia es el lugar de la salvación, que se ha hecho presente en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios. Él ha entrado en nuestra casa para hacerla verdaderamente humana, es decir, verdadera Casa de Dios. Podremos tener el mundo entero, que si no lo tenemos a Él en medio de nosotros, y eso es exactamente la Iglesia, en definitiva nada tendremos, y en lugar de salvarnos, quedamos perdidos.

Las crisis, económica, política, moral y de todo tipo, que hoy asolan a nuestra sociedad, ¿acaso tienen otro origen que esa perdición de quien no tiene a Cristo en su casa? ¿No es acaso una profunda crisis de fe, como dijo bien claro Benedicto XVI en su Carta de convocatoria del Año de la fe, la que está en la raíz de todas ellas? Y de un modo determinante para toda la sociedad, porque es la causa esencial de su ruina, en la de la familia. Los Sínodos de los Obispos, el recién celebrado y el del próximo año, sobre la familia son buena prueba de esa certeza de la Iglesia de que es la fe, es decir, acoger como Zaqueo a Cristo en nuestra casa, la salvación de la que es la célula básica de la sociedad. Tan es así, que la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II no duda en llamarla «Iglesia doméstica», en la que los padres son para sus hijos «los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo», y con la fe, todo lo demás se da por añadidura.

Este carácter decisivo de la fe cristiana, y por tanto de la vida humana en toda su verdad de ser familia, teniendo a Jesús en el centro de la casa, lo expresó con toda claridad Benedicto XVI al inicio de su primera encíclica, Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Ese encuentro, como lo tuvo Zaqueo en Jericó, y no virtudes o ideas, por grandes que fueren, es la clave de la vida humana verdadera. Encuentro que genera familia, que reúne, que congrega, y ése es el significado exacto de la palabra griega ekklesía. Para eso el Hijo de Dios ha venido a la tierra, para entrar en nuestras casas, y así «reunir a los hijos de Dios dispersos», abocados a la muerte al separarse de la Vida -ahí está la corrupción, que bien lo deja en evidencia-, y traer «la salvación». Y ésta es la propuesta de la Iglesia, que no es algo abstracto, ¡es una realidad tan concreta como la casa de Zaqueo!

La Iglesia es una, porque la familia de Dios somos una sola, extendida por toda la tierra, y al mismo tiempo donde se da esa cercanía sin la cual no es posible vivir de un modo realmente humano. Sí, «la comunión eclesial -dice san Juan Pablo II, en su Exhortación Christifideles laici, de 1988-, aun conservando siempre su dimensión universal, halla su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas…, que se encuentra entre las casas de los hombres».

He ahí el antídoto de la corrupción.