El dolor nos pone a prueba. Es muy parecido al miedo, como lo supo ver C. S. Lewis al fallecer su esposa, y a sus ojos en ruinas asoma la expresión ciega y desconcertada de la desesperanza. Los cristianos no hemos dejado de preguntarnos sobre el sentido del mal ni del daño causado a las criaturas de Dios por la injusticia social, la tiranía política o la falta de caridad de tantos semejantes. Las respuestas dadas por nuestra tradición han tratado de proporcionarnos consuelo y comprensión, buscando, así mismo, sostener nuestra voluntad y preservar la fe.
Los católicos no establecemos una distinción tan radical entre Dios y el mundo como la defendida por la Reforma protestante. Creemos que la tierra refleja un acto amoroso de creación y que nuestra realidad mortal, por precaria y defectuosa que sea, manifiesta la huella indeleble de la obra del Padre. Por ello nos cuesta tanto resignarnos a la desgracia que siempre confiamos en soslayar con el auxilio de Dios. En cada trance de enfermedad o agonía de un ser querido, en cada instante en que el mundo nos da la espalda y la soledad nos hace heridas…, esperamos que al final del túnel se encienda la luz. Es entonces cuando nuestro espíritu, reducido a su propia fragilidad, alza las fuerzas que le quedan para rezar una plegaria no solo de alabanza, sino de interpelación. Es entonces cuando asoma la tentación de poner en riesgo nuestra fe, de convertirla en un privilegio o, peor aún, en un mérito que nos otorga derechos por haber sido capaces de creer.
Frente a las doctrinas protestantes condenadas en Trento el catolicismo afirmó que el hombre no se alejaba de Dios por ir hacia el mundo, sino que en cada acto bondadoso del hombre en la tierra afloraba, firme y apacible, la inmensa huella del Padre. Pero esta severa responsabilidad del hombre justificado a través de sus obras nada tiene que ver con la caricatura que se ha hecho de los católicos, cuando se nos asigna la pretenciosa actitud de considerarnos conquistadores exclusivos de nuestra redención, salvados por buena conducta y siempre a la espera de que Dios nos conceda lo que pedimos en nuestras plegarias, porque para eso militamos en una Iglesia que nos garantiza una adecuada mediación.
Cuando la existencia muestra sus filos más dañinos, cuando nos hallamos en esa situación de angustia en la que el mundo parece perder su sustancia entre nuestras manos abiertas, como un agua corrompida burlándose de nuestra sed de vida, la plegaria ha de cobrar su verdadera dimensión. Dios no nos hace sufrir, enviándonos un dolor que mida la densidad de nuestras convicciones. Dios no es una autoridad con la que negociamos reducciones de pena o indultos de tristeza. Dios no es un ídolo pagano al que ofrecemos el sacrificio de promesas oportunistas hechas desde un corazón intimidado. Dios tampoco es un ser indiferente, ciego y sordo, que habita en una dimensión a la que nada que tenga que ver con las suciedad del mundo puede alcanzar. Creo que Dios está presente en cada momento de nuestra vida. Creo que, de un modo que no podemos ni imaginar, y que solo esbozamos en torpes metáforas y analogías, nos contempla incesantemente, como si un aire vivo nos envolviera sin descanso y lo supiera todo de nosotros.
Jesús nos dio la posibilidad de la salvación, y los sacramentos nos permiten renovar el compromiso que 2.000 años de tradición católica han hecho levantarse en la tierra. Nuestra plegaria no puede consistir en una petición de explicaciones ni en una solicitud de reparación. Tiene que ser mucho más que eso. Un regreso al origen de todo: el verbo, la palabra, allí donde el lenguaje da cuenta de nuestra conciencia. No basta con pensar en Dios: hay que hablar con Él. Solo la oración es capaz de llevar la intuición de nuestra mente a la experiencia clara, afligida y esperanzada de nuestra conversación con quien nos creó libres y responsables de la promesa de la eternidad.
Cuando vemos, a nuestro lado, a un ser bondadoso que padece, cuando contemplamos a dos personas que se aman sufrir abrazadas a su mutua ternura, a su temor a dejar de verse, a su miedo a que uno muera antes que el otro, porque lo que sigue a esa pérdida ni siquiera cabe en el concepto de soledad, la plegaria es el medio de acabar con la desesperanza, no el recurso para obtener recompensa. Cuando el mal natural arrasa una existencia vivida con desprendimiento y humilde alegría, sepultándola bajo las sombras amargas de una desdicha inacabable; cuando al cuerpo débil solo lo sostiene la fuerza del espíritu, la oración es una súplica de incremento de la fe, una demanda del consuelo de los hijos de Dios. El aliento de saber que nuestra vida, incluso en ese trámite amargo tiene un sentido.
Pero esta circunstancia de sumo sufrimiento puede encauzarse en un acto de amor y confianza en Dios. La fe no exige comprender lo que ocurre y obtener las respuestas propias de otros ámbitos. La fe es un saber profundo con el que pronunciamos el nombre del Señor y, en sus manos misericordiosas, aceptamos lo que sucede, tras luchar contra la desgracia con la libertad, la inteligencia y la voluntad que Dios nos proporcionó. Y, en momentos como estos, cuando el universo derrama su aspereza y tenemos la impresión de vivir en un mundo absurdo, hemos de hablar con Él en el lugar más hondo de la fe.