El paro, calamidad social - Alfa y Omega

Al celebrar esta Jornada Mundial de Acción por el Trabajo decente, os invito a todos, cristianos y hombres y mujeres de buena voluntad, a que consideréis las implicaciones morales que comporta la cuestión del trabajo. Ello lleva a la Iglesia a señalar siempre dos cosas fundamentales: afirmar que el trabajo decente es un bien para todos y que debe estar disponible para todos; y que la falta de trabajo, la desocupación, es una verdadera calamidad social. Una sociedad donde el derecho al trabajo decente sea anulado o sea sistemáticamente negado, y donde las medidas de política económica no permitan a todos los hombres y mujeres alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, «no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social» (Juan Pablo II, encíclica Centesimus annus, 43).

El trabajo decente, del que depende la estabilidad familiar, debe llevar a un desarrollo integral de la persona humana, que, sin duda, favorece más la productividad y la eficacia en el trabajo. Desde la óptica de la empresa, el trabajo decente conlleva que ésta se considere no tanto una sociedad de capitales, cuanto una sociedad de personas que entran a formar parte de ella de manera diversa y con responsabilidades diferentes.

La Iglesia defiende siempre la dignidad de la persona humana, de toda persona, así como el respeto a sus derechos. En este sentido, los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. Al dirigirme a todos vosotros en esta Jornada Mundial por el trabajo decente, lo hago convencido de que gestos como este sirven para anunciar a Jesucristo. Quien se adhiere a Él, como verdadero Dios y verdadero hombre, contribuye a dotar de la mayor belleza al trabajo en todo el mundo y a la realización plena de un trabajo decente.