Vivir regalando la ternura de Dios - Alfa y Omega

Todo ser humano es obra de Dios, es criatura de Dios y tiene que seguir regalando, reflejando y brindando la ternura de Dios. Fue creado a su imagen y tiene que reflejar algo de su gloria. ¡Qué fuerza tiene y qué compromiso alcanza para cada uno de nosotros ser conscientes de que somos objeto de la ternura de Dios! Y, si es que somos así, reflejo de la gloria de Dios, hagamos el compromiso de regalar nuestro cariño y nuestra entrega a todos los seres humanos que encontremos en nuestra vida.

Cuando finalizamos este mes de mayo en el que la Virgen María ha tenido un protagonismo especial en la vida de la Iglesia, sintamos el gozo de entrar en la dinámica de esa ternura que Ella nos ha regalado. Sintamos la urgencia de anunciar el Evangelio mirando su manera de ser y hacer la evangelización. ¿Qué nos acerca María a nuestra vida en la inmediatez de su cercanía? Su ternura. La ternura de una mujer que, sintiendo la cercanía de Dios en su vida, tal y como se lo manifiesta el ángel en la Anunciación, con su sí lleno de ternura, se lanza con valentía y fortaleza a colaborar en el plan que Dios tenía para la salvación y la vida de todos los hombres. A María le interesó que todos los hombres conociesen a Dios e hizo esa gran revolución de la ternura. Ella permitió que Dios entrase en su vida con todas las consecuencias y realizase la revolución de la ternura. ¡Qué belleza tiene la vida de nuestra Madre María cuando la contemplamos no poniendo ningún impedimento a la grandeza del amor de Dios!

Hace muy pocos días fui a rezar el rosario con los sacerdotes mayores de nuestra casa sacerdotal. ¡Qué belleza más grande ver a todos manteniendo en sus manos los remos de la barca, de la Iglesia! ¡Qué hondura alcanza la vida cuando se ve que nuestro tiempo, el que nos toca vivir, no es inútil! Que podemos seguir dando frutos, que tenemos una nueva misión. Miran el futuro desde ese número largo de años que nos hacen más humanos, pues hacen una elección de amor. Es la ternura de Dios, el estilo del anciano, que se manifiesta en tres actitudes: cercanía, misericordia y ternura. ¡Qué bueno es contemplar a cierta altura de la vida que Jesús es fiel, que no se rinde ante las ingratitudes o rechazos, que siempre espera, siempre perdona, siempre nos conquista con su amor y nunca con el poder absoluto que tiene, en todos los momentos y circunstancias, en cada época de nuestra vida, sea en la niñez, en la juventud, la adultez o la ancianidad!

Cuando veo a los mayores en su cercanía, con su experiencia de vida, con sus palabras llenas de sabiduría que les ha dado el libro de la vida, pienso que la tristeza o los miedos no pueden quitar espacio a la alegría que nace de personas en las que los años les han llenado de capacidad para entregar misericordia y esperanza. ¿Te has dado cuenta de que la Iglesia de la que somos parte, con tu vida, con tus manos, con tus obras, con tu amor, con cercanía, es la que acaricia y cura heridas con tu vida vivida sirviendo a los demás?

Me decía un sacerdote de 90 años: «Quien pasa por la vida sin conocer las caricias del Señor, está perdido». ¡Qué gracia más grande es conocer la alegría que viene de Dios, sus caricias, su consolación! ¡Reconozcamos el poder de Dios que consuela, que nos acaricia habiendo dado la vida por nosotros para que la tengamos y en abundancia! Volvamos la mirada a Jesús que dio su vida por nosotros para que nos haga ver que el corazón de piedra, Él es capaz de convertirlo en corazón de carne. Y la piedra más bruta y menos bella, Él es capaz de hacerla preciosa. ¿Cómo? La coge con sus manos, la mira con ternura, la trabaja con la acción de su Espíritu y la coloca en el lugar de la Iglesia, en la que tiene que estar y no sobra. Al contrario, da belleza y luz a todos los hombres desde su pertenencia a la Iglesia.