El Papa advierte a los neocardenales contra la polarización, también dentro de la Iglesia
En la víspera de la clausura del Año de la Misericordia, Francisco ha creado 17 nuevos cardenales de todos los continentes. Las diferencias «no nos hacen enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas»
El Papa Francisco ha creado este sábado 17 nuevos cardenales, 13 electores y cuatro no electores, durante una ceremonia que se celebró en la basílica de San Pedro del Vaticano en la víspera de la clausura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. El Pontífice les ha alertado del «virus de la polarización» que crea enemigos por pensar diferente y les ha pedido una «verdadera exigencia de conversión» del corazón que tiende a juzgar, dividir, oponer y condenar, y a recurrir a «la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos».
En la lista de los nuevos cardenales que ahora formarán parte del Colegio Cardenalicio están el arzobispo español de Madrid, monseñor Carlos Osoro; el arzobispo de Mérida (Venezuela), monseñor Baltazar Porras Cardozo; el arzobispo de Tlalnepantla (México), Carlos Aguiar Retes; y el arzobispo de Brasilia (Brasil), Sérgio da Rocha.
La ceremonia comenzó con el saludo del primero de los nuevos cardenales, el nuncio apostólico en Siria, monseñor Mario Zenari, que refirió al Pontífice unas palabras de agradecimiento.
Francisco hizo un paralelismo entre la creación de los nuevos cardenales y la elección de los doce apóstoles, después de la cual Jesús baja de la montaña para atender a la gente, y una vez abajo pronuncia el conocido como «sermón de la llanura». «La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus tormentos, en el llano de sus vidas. (…) Amen, hagan el bien, bendigan y rueguen», dijo.
La tentación de demonizar
Francisco afirmó que estas son acciones que se realizan fácilmente con los amigos o las personas cercanas pero recalcó que Jesús exige también ponerlas en práctica con los «enemigos»: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman».
Ha reconocido que «estas no son acciones que surgen espontáneas con quien está frente a uno como un adversario». «Frente a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos “demonizarlos”, a fin de tener una “santa” justificación para sacárnoslos de encima».
Tiempo de interrogantes y polarización
Francisco describió la época actual como por un tiempo de «fuertes cuestionamientos e interrogantes a escala mundial», en el que «resurgen epidémicamente la polarización y la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos».
Así, considera que, si no se está alerta, «esta lógica se instala en la forma de vivir, de actuar y proceder». «Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad. Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza y violencia», ha lamentado.
«Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y no precisamente para sacárselos de encima. El amor de Dios tiene sabor a fidelidad con las personas, porque es amor de entrañas, un amor maternal/paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan equivocado».
En este sentido, ha mencionado en especial a los inmigrantes y refugiados para subrayar que con frecuencia, en la mentalidad social, «se convierten en una amenaza». Este rechazo al diferente contrasta con la diversidad del Colegio Cardenalicio, donde las diferencias «no nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas», expuso. Por ello, «como Iglesia seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad».
También «dentro de nuestras comunidades»
Sin embargo, el Santo Padre también ha denunciado que en el seno de la Iglesia, «dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros», se introduce «el virus de la polarización y la enemistad en nuestras formas de pensar, de sentir y de actuar».
La ceremonia continuó con la promesa de fidelidad realizada por cada uno de los nuevos cardenales ante el Papa. Por su parte, el Pontífice pronunció sus nombres, les impuso la birreta cardenalicia y les entregó el anillo, símbolo de su compromiso universal con la Iglesia católica.
Este es el tercer consistorio del Papa Francisco desde el inicio de su pontificado en marzo de 2013 y en esta ocasión el pontífice ha elegido designar con la púrpura a 17 nuevos cardenales procedentes de 11 países de los cinco continentes.
Al texto del Evangelio que terminamos de escuchar (cf. Lc 6, 27-36), muchos lo han llamado «el Sermón de la llanura». Después de la institución de los doce, Jesús bajó con sus discípulos a donde una muchedumbre lo esperaba para escucharlo y hacerse sanar. El llamado de los apóstoles va acompañado de este «ponerse en marcha» hacia la llanura, hacia el encuentro de una muchedumbre que, como dice el texto del Evangelio, estaba «atormentada» (cf. v. 18). La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus tormentos, en el llano de sus vidas. De esta forma, el Señor les y nos revela que la verdadera cúspide se realiza en la llanura, y la llanura nos recuerda que la cúspide se encuentra en una mirada y especialmente en una llamada: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (v. 36).
Una invitación acompañada de cuatro imperativos, podríamos decir de cuatro exhortaciones que el Señor les hace para plasmar su vocación en lo concreto, en lo cotidiano de la vida. Son cuatro acciones que darán forma, darán carne y harán tangible el camino del discípulo. Podríamos decir que son cuatro etapas de la mistagogia de la misericordia: amen, hagan el bien, bendigan y rueguen. Creo que en estos aspectos todos podemos coincidir y hasta nos resultan razonables. Son cuatro acciones que fácilmente realizamos con nuestros amigos, con las personas más o menos cercanas, cercanas en el afecto, en la idiosincrasia, en las costumbres.
El problema surge cuando Jesús nos presenta los destinatarios de estas acciones, y en esto es muy claro, no anda con vueltas ni eufemismos: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman (cf. vv. 27-28).
Y estas no son acciones que surgen espontáneas con quien está delante de nosotros como un adversario, como un enemigo. Frente a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos «demonizarlos», a fin de tener una «santa» justificación para sacárnoslos de encima. En cambio, Jesús nos dice que al enemigo, al que te odia, al que te maldice o difama: ámalo, hazle el bien, bendícelo y ruega por él.
Nos encontramos frente a una de las características más propias del mensaje de Jesús, allí donde esconde su fuerza y su secreto; allí radica la fuente de nuestra alegría, la potencia de nuestro andar y el anuncio de la buena nueva. El enemigo es alguien a quien debo amar. En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios tiene hijos. Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y no precisamente para sacárselos de encima. El amor de Dios tiene sabor a fidelidad con las personas, porque es amor de entrañas, un amor maternal/paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan equivocado. Nuestro Padre no espera a amar al mundo cuando seamos buenos, no espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque eligió amarnos, nos ama porque nos ha dado el estatuto de hijos. Nos ha amado incluso cuando éramos enemigos suyos (cf. Rm 5,10). El amor incondicional del Padre para con todos ha sido, y es, verdadera exigencia de conversión para nuestro pobre corazón que tiende a juzgar, dividir, oponer y condenar. Saber que Dios sigue amando incluso a quien lo rechaza es una fuente ilimitada de confianza y estímulo para la misión. Ninguna mano sucia puede impedir que Dios ponga en esa mano la Vida que quiere regalarnos.
La nuestra es una época caracterizada por fuertes cuestionamientos e interrogantes a escala mundial. Nos toca transitar un tiempo donde resurgen epidémicamente, en nuestras sociedades, la polarización y la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos. Vemos, por ejemplo, cómo rápidamente el que está a nuestro lado ya no sólo posee el estado de desconocido o inmigrante o refugiado, sino que se convierte en una amenaza; posee el estatuto de enemigo. Enemigo por venir de una tierra lejana o por tener otras costumbres. Enemigo por su color de piel, por su idioma o su condición social, enemigo por pensar diferente e inclusive por tener otra fe. Enemigo por… Y sin darnos cuenta esta lógica se instala en nuestra forma de vivir, de actuar y proceder.
Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad. Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza y violencia. Cuántas heridas crecen por esta epidemia de enemistad y de violencia, que se sella en la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de esta patología de la indiferencia. Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento se siembran por este crecimiento de enemistad entre los pueblos, entre nosotros.
Sí, entre nosotros, dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros. El virus de la polarización y la enemistad se nos cuela en nuestras formas de pensar, de sentir y de actuar. No somos inmunes a esto y tenemos que velar para que esta actitud no cope nuestro corazón, porque iría contra la riqueza y la universalidad de la Iglesia que podemos palpar en este Colegio Cardenalicio. Venimos de tierras lejanas, tenemos diferentes costumbres, color de piel, idiomas y condición social; pensamos distinto e incluso celebramos la fe con ritos diversos. Y nada de esto nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas.
Queridos hermanos, Jesús no deja de «bajar del monte», no deja de querer insertarnos en la encrucijada de nuestra historia para anunciar el Evangelio de la Misericordia. Jesús nos sigue llamando y enviando al «llano» de nuestros pueblos, nos sigue invitando a gastar nuestras vidas levantando la esperanza de nuestra gente, siendo signos de reconciliación. Como Iglesia, seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad.
Querido hermano neocardenal, el camino al cielo comienza en el llano, en la cotidianeidad de la vida partida y compartida, de una vida gastada y entregada. En la entrega silenciosa y cotidiana de lo que somos. Nuestra cumbre es esta calidad del amor; nuestra meta y deseo es buscar en la llanura de la vida, junto al Pueblo de Dios, transformarnos en personas capaces de perdón y reconciliación.
Querido hermano, hoy se te pide cuidar en tu corazón y en el de la Iglesia esta invitación a ser misericordioso como el Padre, sabiendo que «si hay algo que debe inquietarnos santamente y preocupar nuestras conciencias es que tantos hermanos vivan sin la fuerza, sin la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido que dé vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).