El cielo donde, según dice Jesús en los evangelios, «hombres y mujeres no se casarán, pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección», a más de uno le parecerá muy poco atractivo, sin los gozos de esta vida terrena, y a ello responde con agudeza C. S. Lewis, en su libro sobre Los milagros, al explicar que «nuestra perspectiva presente podría ser semejante a la del niño que, al oír que el acto sexual es el más grande placer corporal, pregunta inmediatamente si se come chocolatinas al mismo tiempo; y al recibir como respuesta No, considera la ausencia de chocolatinas como la principal característica de la sexualidad». Y el gran escritor británico, con la luz de la sabiduría cristiana, concluye que, «en donde nos aguarda la plenitud, nosotros proyectamos el ayuno». Antes, ya dijo que «el destino del hombre redimido no es menos, sino más inimaginable de lo que el misticismo nos llevaría a suponer». Sin duda, se hace eco de las palabras de san Pablo en su primera Carta a los Corintios: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman».
Un anticipo mostró Jesús a Pedro, Santiago y Juan en el Tabor: subió al monte y «se transfiguró delante de ellos». La exclamación de Pedro lo dice todo: «¡Qué bien se está aquí!». Pero Jesús les dijo que no lo contaran a nadie hasta que resucitara de entre los muertos: había de pasar por la Cruz. ¡Y resucitó, y subió al cielo, como primicia de los que, unidos a Él, hemos sido hechos miembros de su Cuerpo! Y hoy la exclamación de Pedro podemos sentirla, sin duda, ya desde la ventana del mismo cielo, de labios de su sucesor Juan Pablo II, y de un modo bien significativo de todos sus sucesores del atormentado siglo XX, testigos excepcionales de la Cruz que abre las puertas de la Gloria. Eso, justamente, es la santidad. Sí, el cielo es el lugar de los santos, es decir, de todo verdadero ser humano, pues, separados de Cristo, la vida humana no se cumple. Y ese incumplimiento es el infierno. ¿Acaso no lo vemos ya anticipado en el mundo que se empeña vivir de espaldas a Dios? Para llegar al cielo hay que pasar, con Cristo, por la Cruz, siendo peregrinos, con Él, para llegar a la meta, que no es otra que ¡Él mismo!
Bien elocuentes fueron las últimas palabras de Benedicto XVI, el pasado 28 de febrero, en Castel Gandolfo: «Ya no soy Sumo Pontífice de la Iglesia católica. Todavía lo seré hasta las ocho de esta tarde; después ya no. Soy simplemente un peregrino que empieza la última etapa de su peregrinación en esta tierra». La etapa dedicada del todo a la oración, a hacerse más y más una sola cosa con Cristo. No otro es el camino de la auténtica felicidad. «La palabra clave de la enseñanza de Jesús –decía a los jóvenes en la JMJ de Toronto, de 2002, el Bienaventurado Juan Pablo II– es un anuncio de alegría: Bienaventurados… El hombre está hecho para la felicidad. Por tanto, vuestra sed de felicidad es legítima». Todos experimentamos esta sed infinita. Pero ¡por cuántos falsos caminos! La revista Time acaba de sacar su número del verano con el título La búsqueda de la felicidad… dinero, placeres, cosas, cosas, cosas…, es decir, nada y vacío, muerte. Juan Pablo II, en Toronto, lo advertía con toda claridad: «El espíritu del mundo ofrece muchos espejismos, muchas parodias de la felicidad. Quizá no haya tiniebla más densa que la que se introduce en el alma de los jóvenes cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, la mayor fuente de infelicidad es el espejismo de encontrar la vida prescindiendo de Dios». San Agustín lo experimentó bien fuertemente, hasta que halló la Luz: «Nos hiciste, Señor, para Ti». Sí, para Él, porque la felicidad verdadera, ¡el cielo! es precisamente Él.
Hombres y mujeres no se casarán. ¡El Esposo es Cristo! ¡También para los casados! ¿Acaso hay mujer u hombre en el mundo que pueda saciar esa sed infinita? ¡Sólo el Señor! Y en Él, junto con el Padre y el Espíritu Santo, abrazamos al marido o la mujer, a hijos, hermanos, amigos, a todos y a todo. En Cristo lo que nos espera es un cielo nuevo y una tierra nueva. En el Credo, la confesión de fe en la resurrección de los muertos tiene igualmente el nombre la resurrección de la carne. Lo recordaba así Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima. Si pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: ¡Oh Alma! Y Descartes replicó: ¡Oh Carne!».
Por algo san Pablo no reduce un ápice la plenitud, el Infinito que sacia la sed. Por eso, sólo busca «que Cristo sea todo en todos». Sólo en Él lo tenemos todo. ¡Él es el cielo!