Conmovido por Cristo presente - Alfa y Omega

Es lógico que intentemos identificar los acentos principales del nuevo pontificado a través de las sucesivas intervenciones, gestos y decisiones de León XIV. En su discurso al Cuerpo Diplomático dijo que «la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión». Y en la homilía del inicio de pontificado afirmó que la misión no consiste en «atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús». Su primer gran deseo es el de «una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Pero a veces un gesto, una mirada, explica más que todo un discurso. En el momento de recibir el anillo del Pescador pudimos ver al Papa profundamente conmovido: miraba primero a ese anillo y luego levantaba brevemente la mirada a lo alto con lágrimas en sus ojos. Esa conmoción no era algo sentimental ni accesorio, era el signo patente de algo grandísimo que, de alguna manera, muchos, incluso alejados de la vida de la Iglesia, han percibido estos días: que Dios quiere pasar a través de un hombre concreto, con todos sus límites, para llegar a todos.

León XIV se preguntó cómo puede Pedro llevar a cabo su tarea: solo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. La conmoción que expresaba es el signo de la fe. Muchos se preguntan cuál es el secreto de la Iglesia para sorprender de nuevo, cuando ya se ha anunciado tantas veces su derrumbe. La respuesta es sencilla pero no puede darse por descontada, tampoco por los católicos: es la conmoción por Cristo, que vuelve a suceder ante nuestros ojos, la que sostiene la misión y la unidad de la Iglesia.