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En un número anterior de Alfa y Omega, se destaca la intervención más aplaudida del último Sínodo: un joven de 23 años, Tommaso Spinelli, declaró que «el sacerdote ha perdido confianza en la importancia de su propio ministerio». Probablemente, la generalización no sea aplicable, pero cierto es que uno percibe esa impresión cuando se analiza la actuación de muchos sacerdotes.
No hay duda de que son momentos difíciles, vivimos en una profunda crisis de valores, diariamente se nos ofrecen muestras de ello. Por otro lado, con la falta de vocaciones y el envejecimiento del clero, a muchos sacerdotes se les exige más de lo que humanamente pueden dar de sí. La deriva de la sociedad ha llevado a la Iglesia a plantear una nueva evangelización. En esta línea, estamos asistiendo a grandes planes pastorales, a estrategias. Pero ¿por qué no empezamos por lo más sencillo? Como dijo alguien, «la Iglesia es la única organización que tiene asegurado que sus miembros oyen diez minutos semanales lo que les tiene que decir». En pleno siglo XXI, en la época de la instantaneidad, diez minutos de atención son muy difíciles de conseguir salvo que el mensaje sea mejor y más incisivo que los twitter de turno. ¿Son muchos sacerdotes conscientes de ello? ¿No ha llegado ya el momento de que ningún sacerdote inicie una homilía sin haberla preparado a fondo, consciente de que, en cada homilía, tiene que dar a sus feligreses alimento espiritual para una semana? ¿No ha llegado el momento de que los sacerdotes tengan la humildad suficiente para poner al día sus métodos homiléticos? Como dice el Kempis: «si cada año eliminamos uno de nuestros fallos, al final seremos santos».
Desgraciadamente, España tiene ya cerca de cinco millones de personas en paro laboral, lo que supone el 25 % de la población activa, convirtiéndola, con esta tasa, en la mayor de la Unión Europea, y con más de un millón doscientos mil hogares donde todos sus miembros se hallan sin empleo. Dios quiera que el próximo año no sea tan negativo. Pero desde un plano cristiano no debemos perder de vista el profundo sentimiento de solidaridad con todos los que sufren, pues existen muchos problemas derivados de esta crisis que están exigiendo una respuesta inmediata.
Afortunadamente, los grupos y hermandades con principios cristianos están tomando una actitud ejemplar, adoptando con responsabilidad gestos concretos de compartir con los más necesitados. Soy testigo de la gran labor de caridad que están ofreciendo todas ellas, colaborando directamente con las Cáritas parroquiales, ofreciéndoles todo tipo de ayudas, prefiriendo la gran mayoría entregas de alimentos y parte económica. ¡Qué buenos sentimientos de hermandad están dando la mayoría de las cofradías en estos momentos de crisis! Ven en Dios el auténtico artífice de esa gran obra llamada amor, así de simple y así de profundo. A propósito, ¿tienen los sindicatos algún comedor social para cubrir estas necesidades sociales? ¿No podrían, con las grandes subvenciones que perciben, repartir alimentos y cubrir otras necesidades primarias desde los mismos Ayuntamientos?
¡El papel del ama de casa es el más importante en la sociedad! Es la empresaria con más categoría, el núcleo principal de esta sociedad. ¿Se la motiva? No, ella está en su casita, no rinde, no aporta beneficios –dinero–… ¿Hemos pensado, un solo instante, que si ella no ocupara el puesto que ocupa no existiría la sociedad? Para trasmitir paz, alegría, serenidad…, ella también necesita estar valorada, motivada. ¡No somos de piedra! ¿Se nos valorará algún día?
Me gustaría que estas pocas palabras que aquí plasmo y que tanto me preocupan, se reflexionen un poco, y se pongan medios para que tantas amas de casa como hay se sientan valoradas por el puesto tan importante que desempeñan y sientan la seguridad que da el saberse la empresaria más importante de esta sociedad.
El hombre que quería Unamuno se ha vuelto invisible, está camuflado en las sociedades actuales, en la selva deshumanizada de las cifras y las estadísticas para que la mano no acierte con la herida. Todo el drama humano de tantas personas sin trabajo, de los seres humanos más débiles, siempre las mismas víctimas de todas las crisis y las eternas injusticias sociales, convertidas, con frecuencia, en simples supuestos de las teorías electorales de los políticos profesionales; toda esa tragedia parece diluirse en los números y los porcentajes que lanzan a diario los medios de comunicación. No se tiene en cuenta al hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere, el que come, bebe y juega, y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano. La sociología sin rostro humano se ha convertido en la principal aliada de la hipocresía y la injusticia de estas sociedades tan desarrolladas.