Inmigrantes y madrileños, una sola familia - Alfa y Omega

Inmigrantes y madrileños, una sola familia

Antonio María Rouco Varela

Con ocasión de la Jornada Mundial de las Migraciones, el domingo 14 de enero, el Papa Benedicto XVI nos invita a acoger generosamente y a reflexionar sobre la dolorosa condición de la familia inmigrante, con la mirada puesta en la familia de Nazaret, Jesús, María y José, modelo perfecto de vida familiar, vivida en la fe y en obediencia a la voluntad del Padre 1, cuya fiesta acabamos de celebrar.

La Sagrada Familia, obligada a refugiarse en Egipto, refleja la imagen de Dios custodiada en el corazón de la familia humana, si bien desfigurada y debilitada por la emigración 2: las dificultades, las penurias, las humillaciones, la separación, la estrechez y la fragilidad de cada familia inmigrante, especialmente de los refugiados, desterrados, de los evacuados, de los perseguidos 3. María y José cambiaron sus vidas para seguir la vocación del Padre de acoger a Jesús, como el Mesías, el Señor (cf. Mt 1 y Lc 2). Junto a ellos, Jesús creció en edad, sabiduría y gracia y se preparó para su misión (cf. Mt). Junto a Jesús, María y José crecieron y aprendieron los verdaderos valores del Reino. «María, la Madre, que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo. María es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar» 4. Se convirtió en signo del hombre nuevo, de una nueva manera de ser, de una vida en plenitud, «porque ha creído» (cf. Lc 1, 42-45). Por eso, María -presente en las bodas de Caná (pasaje evangélico de este domingo), preocupada por la vida y las personas- colabora en el crecimiento de la fe de los discípulos en Jesús y a la revelación del amor de Dios: «Y creció la fe de sus discípulos en Él» (cf. Jn 2, 1-11). María es la Madre de la Iglesia.

Acogida de la familia inmigrante

Con la esperanza en Cristo resucitado, que da aliento y luz en los momentos de mayor desgracia humana, nuestras comunidades cristianas han de responder a la necesidad, especialmente apremiante, de la acogida y acompañamiento de la familia inmigrante que, tras amplios períodos de separación, reagrupada, recomienza entre nosotros su convivencia en situaciones culturales diferentes y materiales precarias. Muchos llevan años aquí y bastantes gozan ya de la plenitud de derechos y deberes de los españoles por adquisición de la nacionalidad, o de la condición de ciudadanos comunitarios, mientras que otros los alcanzarán bien pronto. Y, en todo caso, un importante número dispone ya de un permiso de residencia permanente, mostrándose decididos a quedarse a vivir aquí con su familia y a trabajar entre nosotros. Todo un reto en orden a afrontar la tarea histórica de hacer posible una sociedad nueva, sobre la base, eminentemente evangélica, de su reconocimiento pleno como hermanos.

Somos familia de Dios

En nuestra Iglesia diocesana nadie debe sentirse extranjero, ni nuestra Iglesia diocesana debe resultar extranjera para nadie. «Jesucristo nos ha hecho hijos de Dios, hermanos unos de otros, familia de Dios, una gran familia que supera las fronteras de nuestra familia de carne y sangre, que se convierte por la fe en una pequeña Iglesia, y la Iglesia en una gran familia que nos hace vivir como hermanos de los que siguen a Cristo. Somos una familia que nace y vive de la fe en Cristo Jesús» 5. Desde la Pascua de Cristo no existe ya el vecino y el lejano, el judío y el pagano, el aceptado y el excluido. Todos somos de Cristo y Cristo de Dios. Porque Cristo «es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de la enemistad que los separaba. Él ha anulado en su propia carne la ley con sus preceptos y sus normas. Él ha creado en sí mismo, de los dos pueblos, una nueva Humanidad (un hombre nuevo), restableciendo la paz. Su venida ha traído la buena noticia de la paz; paz para vosotros, los que estabais lejos, y paz también para los que estaban cerca; porque gracias a Él unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre. Por tanto, ya no sois extranjeros o emigrantes, sino conciudadanos dentro del pueblo de Dios: sois familia de Dios» (Ef 2, 14-19).

Hoy, en medio de esta sociedad plural, compleja y cambiante, es necesario reavivar con realismo la esperanza y la unidad a la que convoca la palabra apostólica: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un Bautismo. Un Dios, Padre de todos, que lo trasciende todo y lo penetra todo y lo invade todo» (Ef 4, 4-6).

Perseverad en el compromiso

Como en ocasiones anteriores, me dirijo a cuantos constituimos la Iglesia católica en Madrid -comunidades parroquiales, movimientos, comunidades educativas, a cada una de las familias inmigrantes y madrileñas en general- y a todos los hombres de buena voluntad, amantes de la justicia y de la paz -cristianos y vecinos del lugar y de reciente inmigración-, invitándoos a perseverar con valentía en el compromiso, a favor no sólo de los hombres y mujeres inmigrantes, sino también de sus familias, como ámbito de la cultura de la vida, de humanidad y de la integración de valores, y como camino y fundamento del futuro del hombre. Contribuiremos así a hacer de nuestra sociedad una comunidad de hombres y pueblos, un pueblo solidario en la esperanza de que nadie queda excluido; un pueblo realmente preocupado por la calidad de vida de las personas, y a hacer de nuestra comunidad eclesial la casa común y la escuela de comunión, viviendo una gratuidad total en la acogida y el mutuo reconocimiento.

Os invito a todos a educar para la comprensión, el diálogo y en el diálogo, luchando contra el lastre de las mentalidades y de los hábitos contrarios a esta ley de la acogida del hermano. Los pastores y los educadores cristianos deben empeñarse en ello. Acojamos cotidianamente, con renovado frescor, el Don de la caridad que Dios nos ofrece y de la que nos hace capaces 6. Hagamos posible el nacimiento y el desarrollo de una cultura madura de la acogida que posibilite procesos de auténtica integración de las familias inmigrantes, acogidas legítimamente en el tejido social y cultural de nuestro pueblo, y nos estimule a contemplar con más hondura a la persona humana, y realmente preocupados por su calidad de vida, salvaguardando la dignidad del hombre en las relaciones sociales, laborales y económicas.

Nuestras familias -las familias cristianas sobre todo- han de comprometerse incansablemente a favor de una sociedad verdaderamente humana, recordando a todos que sus fundamentos son la comunión, la solidaridad, la justicia y la fraternidad, e implicando a todos los estamentos sociales, desde la familia a la escuela, pasando por las organizaciones y las instituciones 7. El Papa Pablo VI nos enseñaba ya a avanzar por este camino, presentándonos así el proceso de humanización: «Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de las injusticias de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza (cf. Mt 5, 3), la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres» 8. Si andamos por estos caminos, prepararemos a las generaciones futuras un entorno más conforme con el proyecto del Creador, y nos convertiremos con nuestras familias en auténticos agentes de evangelización, porque, si Jesús es la medida de todo lo humano, la humanización para nosotros no puede separarse de la evangelización.

Las familias inmigrantes han de asumir su responsabilidad en la tarea

Los trabajadores inmigrantes, que con sus familias han venido en búsqueda de unos medios de vida y del reconocimiento de su dignidad de personas, atraídos por nuestro bienestar y, también, porque necesitamos de su trabajo, están llamados a esforzarse para ser ellos mismos en estas nuevas condiciones de vida, que les toca vivir y, a la vez, adoptar, solidarios con los demás, una actitud positiva y abierta, que requiere conocimiento y empeño ante los valores religiosos y culturales de nuestro pueblo y de los demás grupos étnicos emigrantes, y a desarrollar en ellos el sentimiento de pertenencia a nuestra sociedad y la voluntad de participar en ella. Y, de esta suerte, a recomponer su escala de valores. De lo contrario, el sentido de provisionalidad en que viven, en el contexto de un cambio profundo de la manera de pensar y de vivir, les puede llevar a preferir lo novedoso en menoscabo de lo auténtico y de una clara jerarquía de valores, y a caer en un fácil relativismo, dejándose llevar por la lógica de la sociedad de producción o de consumo, que pretende que lo más importante es el tener más bienes o prestigio social. Sin duda ninguna, tienen derecho a participar del bienestar que, con su trabajo, contribuyen a crear, pero no deben dejarse deslumbrar por nuestro bienestar, cuyas bases no deben ignorar. Es indudable que disponemos de muchos bienes que han mejorado nuestras condiciones materiales de vida. La publicidad nos ha convencido de sus ventajas, nos los ha hecho desear e incluso ha creado en nosotros la necesidad de poseerlos. Fascinados por su aspecto atrayente, trabajamos, ahorramos y gastamos para adquirirlos. Cuanto más compramos, más bienes nuevos se producen y más nos instan a seguir comprando. Simultáneamente, se ha desarrollado en la sociedad una sobrevaloración del bienestar material y de los medios más eficaces para conseguirlo en el máximo grado y con la mayor rapidez. Otras dimensiones de la persona, no relacionadas con el interés individual por los bienes materiales, son desestimadas por muchos. La vida sólo se valora si es placentera; importa más el aprendizaje técnico y la instrucción, que la educación y la formación espiritual de la persona; no pocos matrimonios limitan el número de hijos por la incomodidad que acarrea criarlos, no viéndose, por otro lado, apoyados por el ordenamiento legal y la actuación de las Administraciones públicas a la hora de fundar una familia. En las sociedades más ricas es muy bajo el número de nacimientos 9.

Ciertamente, la dinámica del mercado de trabajo influye también fuertemente al desajuste de muchas de las familias inmigrantes, como en el de tantas familias españolas. Los horarios, la flexibilidad y la precariedad laboral afectan a la estabilidad de buena parte de las familias trabajadoras. Con frecuencia, el hogar familiar queda reducido a un domicilio más o menos cálido, pero sin ser ese ámbito de humanidad, de identidad y de proyección social de sus miembros. En modo alguno deben resignarse a ser meros instrumentos de producción. Antes que mano de obra son personas, y para nosotros hermanos. Ni deben de dejarse guiar por la sola racionalidad económica que, con demasiada frecuencia, preside el mundo migrante, a fin de que puedan desarrollar, día a día, con constancia, un proyecto personal y familiar de vida, que les permita crecer con equilibrio en la dignidad de los hijos de Dios y participar en la vida social de nuestro pueblo; y, por supuesto, a los católicos en el marco de la vida de la Iglesia.

La familia se inscribe en el plan de Dios 10

Unidos por la fe en Cristo, por encima de nuestros orígenes, congregados en nuestra Iglesia diocesana, proclamamos con júbilo -como nos enseñaba el Papa Benedicto XVI en el Encuentro Internacional de Valencia- que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar, y que sólo se realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor. Por eso la Iglesia manifiesta constantemente su solicitud pastoral por este espacio fundamental para la persona humana. Así lo enseña en su magisterio: «Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, de manera que ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6)» 11.

Ésta es la verdad que la Iglesia proclama sin cesar al mundo. El hombre se ha convertido en imagen y semejanza de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde el principio. «Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión» 12.

La familia es una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y nada la puede suplir totalmente. Ella misma se apoya, sobre todo, en una profunda relación interpersonal entre el esposo y la esposa, sostenida por el afecto y comprensión mutuos. Para ello recibe la abundante ayuda de Dios en el sacramento del Matrimonio, que comporta verdadera vocación a la santidad. Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero.

La familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación total y generosa de los padres. Proclamar la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una gran responsabilidad de todos.

El padre y la madre se han dicho un total ante de Dios, lo cual constituye la base del sacramento que les une; asimismo, para que la relación interna de la familia sea completa, es necesario que digan también un de aceptación a sus hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y carácter. Así, éstos irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de desear que, al alcanzar una madurez suficiente, quieran dar a su vez un a quienes les han dado la vida 13.

Una atención especial se ha de prestar a la pastoral de la familia inmigrante

Los desafíos de la sociedad actual, urbana, plural, compleja y cambiante, marcada por la dispersión que se genera, hacen más necesaria aún, si cabe, la atención pastoral a la familia inmigrante. La situación en que llegan a encontrarse los emigrantes es a menudo paradójica: al tomar la decisión valiente de emigrar por el bien de la familia que tienen, o que quieren constituir, se ven de hecho privados de la posibilidad de lograr sus legítimas aspiraciones: las parejas se ven forzadas a una separación que hace aún más traumática la experiencia migratoria; los hijos se ven separados de sus padres y llegan a formar parte de la sociedad privados de la imagen paterna y educados a la vera de personas ancianas, no siempre capaces de ayudar a las nuevas generaciones a proyectarse hacia el futuro. De este modo, la familia, cuya misión consiste en transmitir los valores de la vida y del amor, encuentra difícil, en la emigración, vivir esta vocación. Pues, aunque en nuestro país se reconoce el derecho a la reagrupación familiar, la precariedad económica y material de los primeros años, unida al hecho de reanudar la convivencia en el contexto de una nueva cultura que asigna roles diferentes a cada uno de sus miembros, hace mella en la estabilidad de las familias inmigrantes. Y, superadas las dificultades iniciales, tiene que hacer frente a una nueva dificultad: la de la tentación de seguir el impulso de los valores consumistas y descuidar las opciones necesarias de orden espiritual y cultural.

Las comunidades cristianas han de trabajar para que se creen también para las familias inmigrantes las condiciones válidas para la plena realización de los valores fundamentales: la unión tanto del matrimonio mismo como del núcleo familiar, que implica la armonía en la mutua integración de los esposos desde el punto de vista moral, afectivo y de su fecundidad en el amor; y conlleva un crecimiento ordenado de todos los miembros de la familia. Es así como se hace posible la formación de personalidades sólidas y comprometidas socialmente, con un amplio sentido de solidaridad y disponibilidad para el sacrificio generoso. «Las comunidades cristianas tienen la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe» 14.

No pueden reducir su compromiso con los inmigrantes a meros servicios sociales de orden puramente material, por muy generosos que sean, sin poner de relieve las cuestiones antropológicas, teológicas, económicas y políticas que entraña la respuesta al Dios que actúa en la Historia y a través de la Historia; ni pueden tampoco confundir la misión con la acción paternalista, en lugar de descubrir los caminos por los que el Señor viene al encuentro de cada uno de nosotros y de nuestros pueblos; ni reducir el compromiso eclesial con los inmigrantes a programas marco en el ámbito socio-cultural, olvidando que ha de preocuparse de que no les falte el anuncio de Jesucristo, la luz y el apoyo del Evangelio, que abre a los hombres el horizonte de la esperanza. La misión de la Iglesia consiste, hoy como siempre, en hacer posible, de modo concreto, a todo ser humano, sin diferencias de cultura o de raza, el encuentro con Cristo. Deseo de todo corazón que sea ofrecida a todos, madrileños e inmigrantes, esta posibilidad, y me comprometo a rezar por ello.

Las familias inmigrantes han de ocupar su lugar en la sociedad y en la Iglesia

Una vez más, invito a los inmigrantes católicos y a sus familias a ocupar el lugar que les corresponde en nuestra Iglesia diocesana, y a todos los inmigrantes a ocupar su lugar en la sociedad y a que se abran a los valores de nuestro pueblo. No perdáis vuestras raíces, pero sed lúcidos y realistas: el tiempo que habéis proyectado trabajar en España puede prolongarse más de lo que imagináis, y sería una grave pérdida prescindir de vuestros valores y desaprovechar la ocasión para un diálogo integrador so pretexto de que será por poco tiempo. Enriquecednos con vuestro patrimonio cultural y espiritual, y juntos respondamos a la llamada de Dios a construir un mundo de justicia y de paz.

«Cristo nos ha revelado cuál es siempre la fuente suprema de la vida para todos y, por tanto, también para la familia: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos (Jn 15, 12-13). El amor de Dios mismo se ha derramado sobre nosotros en el Bautismo. De ahí que las familias están llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se hace garante de que eso sea posible para nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo» 15.

Y en este nuevo contexto que os toca vivir, queridos inmigrantes, no declinéis vuestra responsabilidad en la educación de vuestro hijos. Pensad que, «junto con la transmisión de la fe y del amor del Señor, una de las tareas más grandes de la familia es la de formar personas libres y responsables. Educadlos en el descubrimiento de su identidad, iniciadlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo progresivamente. De este modo, son capaces de elaborar una síntesis personal entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar. Por ello, vosotros, padres, devolved a vuestros hijos la libertad, de la cual, durante algún tiempo, sois tutores. Si ellos ven que vosotros -y en general los adultos que les rodean- vivís la vida con alegría y entusiasmo, incluso a pesar de las dificultades, crecerá en ellos más fácilmente ese gozo profundo de vivir que les ayudará a superar con acierto los posibles obstáculos y contrariedades que conlleva la vida humana. Además, cuando la familia no se cierra en sí misma, los hijos van aprendiendo que toda persona es digna de ser amada, y que hay una fraternidad fundamental universal entre todos los seres humanos» 16.

No descuidéis su educación en la fe en esta nueva sociedad. «Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no podéis olvidar, descuidar o delegar totalmente. Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios… En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana» 17. Por eso, «la familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos 18».

De este modo, podréis hacer frente a los desafíos que os plantea el desarraigo social y cultural de vuestro proyecto migratorio. Y vuestros hijos, reagrupados o nacidos aquí, serán ellos mismos y superarán también esa difícil situación intercultural con la que se encuentran en la calle, en la escuela y hasta en vuestros propios hogares, que a veces les lleva a decir que no se reconocen a sí mismos -como algunos han confesado-, ni en nuestra sociedad, ni en nuestras escuelas, siendo el resultado un sufrimiento más doloroso del rechazo social que el que padecen los adultos, y que se hace especialmente hiriente en el ámbito escolar.

Es necesario el esfuerzo de todos

La superación de ese contexto difícil con que el que se encuentra la familia emigrante exige el esfuerzo mancomunado de todos: de los gobernantes, de las fuerzas económicas y sociales, y de los mismos emigrantes; y, no en último lugar, como acabo de señalar, de la propia Iglesia. La creación de estructuras de acogida, de información y de formación social, que ayuden a la familia inmigrada a salir de su aislamiento y de la ignorancia del orden jurídico, social, educativo y sanitario del país que recibe, y en especial en lo que se refiere al derecho familiar, es obligación básica que incumbe a la sociedad y al Estado, y que en modo alguno debemos eludir los cristianos, y que los propios inmigrantes deben también asumir con responsabilidad. «El objeto de las leyes es el bien integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede privar, y para los pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre» 19.

La venida del Espíritu Santo. Tabla de Jaime Serra. Museo del Arte, de Cataluña

Invitación a los jóvenes

Por último, deseo dirigir una invitación especial a los jóvenes en este año de la Misión Juvenil. Queridos jóvenes de cualquier pueblo, lengua, credo y cultura, os espera una ardua y apasionante tarea: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos. Empeñaos en que caigan las barreras de la desconfianza, de los prejuicios y de los miedos, que por desgracia existen. Haceos artífices de la paz, invitando a todos a purificar el corazón de cualquier hostilidad, egoísmo y partidismo, favoreciendo en cualquier circunstancia el diálogo y el respeto recíproco 20. Cread espacios de encuentro en orden al conocimiento y enriquecimiento mutuos. Sed artífices de una nueva Humanidad digna del hombre, donde hermanos y hermanas, miembros de una misma familia, podamos vivir finalmente en paz. Sed testigos de que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar, y que sólo se realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. Sed testigos: que no les falte a los jóvenes el anuncio de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, que abre a los hombres horizontes de esperanza.

En la cultura actual, se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él solo y se bastara a sí mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa, como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos inalienables, a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social 21.

Sois el futuro de nuestro pueblo y de nuestras comunidades cristianas. Confiamos en vosotros. Animaos. Es posible llevar a cabo esta noble misión. Dejémonos guiar por el Espíritu Santo. En el Día de Pentecostés, el Espíritu de verdad completó el proyecto divino sobre la unidad del género humano en la diversidad de las culturas y las religiones. Al escuchar a los Apóstoles, los numerosos peregrinos reunidos en Jerusalén exclamaron admirados: «Les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2, 11). Desde aquel día, la Iglesia prosigue su misión, proclamando las maravillas que Dios no cesa de realizar entre los miembros de las diferentes razas, pueblos y naciones.

Hacer de nuestra Iglesia diocesana la casa y la escuela de comunión, nuestra tarea común

Hacer de nuestra Iglesia diocesana la casa y la escuela de comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros, en este milenio, las familias madrileñas y las de reciente inmigración, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las profundas esperanzas de los hombres. Vivir, cultivar y desarrollar el don de la comunión es necesario en una contexto plural, complejo y cambiante. Vivir la comunión es la exigencia que brota de nuestro ser Iglesia y de la misión. «Muchedumbre convocada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» 22. Anclada en al amor infinito de Dios, en el misterio de comunión de la Trinidad Santa, en el misterio plenitud, en el amor infinito a todos los hombres más allá de los límites de tiempo, de lugar, de raza y condición, nuestra Iglesia diocesana está llamada a vivir la catolicidad: a vivir de la fuente de plenitud del amor infinito de Dios a todo hombre. Está llamada a sentirse íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia. Mucho contribuye a esta manifestación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, madrileños e inmigrantes, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad. Ser sacramento de unidad del género humano, apasionante tarea para los tiempos que corren. Ser signo de salvación, es decir, devolver la esperanza de salvación a nuestro mundo. No menos apasionante. Esperanza que, de una parte, nos mueve a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a nuestra entera existencia y, de otra, nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios.

Que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por intercesión de Nuestra Señora de la Almudena, imagen ejemplar de todas las madres de su misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar, nos ayude a conseguirlo.

Con mi afecto y bendición para cuantos están comprometidos en el servicio a los inmigrantes.

Notas

1 Benedicto XVI, Mensaje Jornada Mundial 2007.

2 Ibíd.

3 Ibíd.

4 Ibíd.

5 Antonio María Rouco Varela, Carta pastoral Día de la Iglesia diocesana 2007.

6 Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 104.

7 Ibíd.

8 Pablo VI, encíclica Populorum progressio, 21.

9 Antonio María Rouco Varela, Carta pastoral Acogida generosa e integración digna del inmigrante y su familia, Madrid 2001.

10 En este apartado, las enseñanzas de Benedicto XVI en la Homilía y Mensaje a las familias: Encuentro Mundial de las Familias, Valencia 2006.

11 Catecismo de la Iglesia católica. Compendio, 337.

12 Juan Pablo II, Catequesis 14-XI-1979.

13 Benedicto XVI, Homilía y Mensaje a las familias: Encuentro Mundial de las Familias, Valencia 2006.

14 Ibíd.

15 Ibíd.

16 Ibíd.

17 Catecismo de la Iglesia católica. Compendio, 460.

18 Benedicto XVI, ibíd. Cf. Catecismo de la Iglesia católica. Compendio, 350.

19 Ibíd.

20 Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 104.

21 Benedicto XVI, ibíd.

22 Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 1.