La aportación femenina en la vida de la Iglesia - Alfa y Omega

La aportación femenina en la vida de la Iglesia

Colaborador
La Pietà, de Miguel Ángel. Basílica de San Pedro

La Iglesia posee, por su fe en Cristo, claves propias para la interpretación del humanum. Mientras la cultura contemporánea intenta, justamente, comprender el misterio de la mujer dejando atrás paradigmas trasnochados y estériles, que encierran a la mujer en límites que no corresponden ni a su verdadera identidad, ni a su misión en el mundo, sus esfuerzos obtienen resultados buenos y malos. En efecto, estos últimos no alcanzan siempre ni la altura ni la nobleza de las grandes intuiciones, por ejemplo, del final del Fausto, de Goethe, sobre el eterno femenino, texto también magníficamente musicalizado, como sabemos, por Gustav Mahler (1860-1911) en el coro final de su 8ª Sinfonía, o también por Franz Liszt (1811-1886) al final del último movimiento de Eine Faust Symphonie[1]. La presente Carta ha hecho ya alusiones a estas dificultades (cf. n. 2-4). Por tanto, no insistiré en esto.

Con todo, si la razón puede y debe esforzarse por desvelar la nobleza y grandeza de la mujer, sin embargo no tiene todas las claves que permiten estar siempre y en todo a la altura de la situación, ya sea por sus límites (no es malo reconocerlo), ya sea por el pecado que ciertamente le hace creer que su poder es ilimitado.

La Iglesia, como he dicho más arriba, tiene a su disposición las claves que le permiten remediar esta debilidad de la razón. Si en el pasado no las ha utilizado siempre con acierto, eso no quiere decir que no las tenga, al menos implícitamente, en su fe. Esto es lo que este documento quiere demostrar intentando aprovecharlas al máximo[2]. El magisterio de Juan Pablo II, siguiendo las grandes intuiciones del Vaticano II, ha abierto pistas importantes y significativas en este sentido. Este documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que trata los problemas específicos de nuestra época e intenta responder usando —y hay que señalar la novedad de esta perspectiva— la sabiduría humana inherente a la Escritura, además del valor de sus datos revelados, se sitúa en esta estela, enriqueciéndola con puntos de vista originales y estimulantes.

En la cuarta parte de este documento que me corresponde comentar brevemente, las claves propias de la Iglesia de las que he hablado más arriba se pueden percibir inmediatamente. La relación de la mujer con el hombre, entendida en términos de colaboración más que de oposición, se percibe a la luz de la relación de la Iglesia con Cristo: «Es esta identidad mística, profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia» (n. 15). Esto es algo destacado desde el punto de vista teológico. Precisamente por la profundidad de esta relación, el documento añade otro dato estrechamente unido al primero, que se presenta como una puerta de entrada que da un acceso mayor al misterio. Es como un aria que encuadra el cantus firmus de una coral para hacer que su riqueza sea más accesible al auditorio. El modo de relación de la mujer con el hombre, visto en referencia a la relación de la Iglesia con Cristo, se percibe ahora desde la relación de María con Cristo. Dicho de otra manera y utilizando una imagen ya propuesta en nuestro documento, el espejo en el que se mira la mujer en su relación con el hombre es el de María y la Iglesia en su relación con Cristo.

Dicho esto, el documento insinúa que, a través de María, la mujer descubre los valores de las «disposiciones de escucha, acogida. Humildad. Fidelidad, alabanza y espera» (n. 16), valores que tienen profundas raíces y, por tanto, ni son improvisadas ni son propias solamente del presente, porque la tríada María-Iglesia-Cristo[3] tiene sus antecedentes en el pueblo de Israel, la esposa creada por Dios y amada por Él, y misteriosamente presente desde el origen de su amor imprevisible y gratuito.

Un pasaje de este documento resulta llamativo en este contexto. Lo cito por lo sugestivo y significativo que resulta para la identidad y la misión de la mujer en la Iglesia: «También de María aprende la Iglesia a conocer la intimidad de Cristo… Ella, que ha acogido el cuerpo martirizado de Jesús bajado de la cruz, muestra a la Iglesia cómo recoger todas las vidas desfiguradas en este mundo por la violencia y el pecado (n. 15).

Leyendo estas líneas, no podemos ignorar esta imagen que tantos artistas de la historia del arte cristiano han intentado esculpir o pintar. Entre los más destacados está indudablemente Miguel Ángel (1475-1564). Ante el rostro de la Virgen de su Pietá, todas las reivindicaciones de un feminismo desorientado se funden como la nieve ante el sol. El dolor, a la vez abismal y sereno, de María contemplando el tesoro muerto de su corazón maternal —el tesoro que ella sabía que era el verdadero tesoro de la humanidad (cf. Mt 13, 44), y que aun así acababa de ser clavado en una cruz— suscita el silencio, pero un silencio del que nace una invitación imperiosa, en parte formulada por nuestro documento. Ahí encontramos condensada toda la grandeza de la mujer: acoger al otro sin reserva, cualquiera que sea, porque el corazón de María ha sido dilatado por el Hijo hasta abrazar a todos sus hijos y, por eso, ha sido elevado hasta el trono del Padre, que crea la Humanidad y la recrea por medio del amor y para el amor[4]. Muchas cristianas con este temple mariano-eclesial son numerosas en el mundo. Y cuando alguien tiene la fortuna de encontrarse con una de ellas, queda maravillado, por no decir subyugado, por la capacidad ilimitada de amor del corazón femenino, que le hace sentirse muy cerca de Dios.

¿Acaso es éste un discurso a favor de la pasividad en la Iglesia, con inevitables repercusiones en la concepción de la mujer? Sería un error pensar así. Si hay una receptividad intrínseca al amor —Pablo la reconoce cuando escribe: «El amor es paciente, el amor es servicial… Todo lo excusa, todo lo soporta» (1 Cor 13, 4.7)—, es una receptividad extremadamente activa y fecunda. Por otra parte, nuestro documento lo afirma explícitamente (cf. n. 16). El servicio de Jesús, como el de la Iglesia y el de su Madre, que le corresponde y en el que se muestra el de la mujer en relación al hombre, es un servicio que se reconoce oficialmente y se presenta a todos como un servicio real. En efecto, sobre la cabeza del Crucificado, y de hecho también de su Madre, cuando lo recibe en sus brazos después de ser descendido de la cruz, el Procurador romano hizo poner un letrero escrito en hebreo, latín y griego: «Jesús Nazareno, rey de los judíos» (Jn, 19, 19)[5].

Desde esta perspectiva, se comprende que las mujeres, como Teresa de Lisieux, que han deseado alguna vez ser sacerdotes o ministros ordenados de la Iglesia, han abandonado enseguida este deseo[6]. En efecto, ¿cómo preferir la mediación del amor al amor mismo? ¿Cómo preferir ser un miembro cualquiera del cuerpo, antes que ser su corazón? «Comprendí —escribe nuestra Doctora— que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo»[7]. Cuando se sabe dónde se encuentra el todo, y se posee, ¿qué sentido puede tener desear lo que es menos?

Notas

1. «Todo lo transitorio es solamente un símbolo; lo inalcanzable aquí se encuentra realizado; lo Eterno-Femenino nos atrae adelante, J. W. Goethe, en Fausto (Final de la II Parte), Clásicos Universales Planeta 17: Barcelona, 1996, 354.

2. Cf. nota 1 de la Carta.

3. Sobre esta triada, vale la pena retomar y meditar el libro de De Lubac sobre el eterno femenino de Teilhard de Chardin. Me permito citar un pasaje al respecto. Después de haber señalado que lo femenino no es, para el creyente Teilhard un principio neutro, De Lubac prosigue: «Su perfección (del femenino) se encuentra realizada en un ser personal: la Virgen María… Para precisar este papel de Nuestra Señora y para evitar una disminución de la función soberana de Cristo, se da cuenta (Teilhard) de que es necesario estudiar sucesivamente la relación de la Virgen con Cristo…; después, la relación de Cristo con la Iglesia; y, finalmente, dentro de la Iglesia, el matrimonio sacramental y la castidad que es adhesión a lo femenino puro, o espiritual. Será, por tanto, una meditación ante la Virgen velada: ¿Quién es ella? ¿A dónde nos conduce?» (H. De Lubac, El eterno femenino, Sígueme: Salamanca, 1969, 24-25).

4. Sobre este punto, ver mi obra: Vous, lumiére du monde… La vie morale des chrétiens: Dieu parmi les hommes, Montréal, 2003, 117-131.

5. Las páginas que J. Ratzinger dedicó hace tiempo al carácter real del servicio de la cruz no han perdido ni un ápice de su valor y de su sentido para la Iglesia y el mundo de hoy. Cf. J. Ratzinger, Einführung in das Christentum. Vorlesung über das Apostolische Gaubensbekenntnis, München, 1968, 9ª edición, 139s; 173s.

6. Cf. Manuscrito B, 2vº (Santa Teresa de Lisieux, Obras completas, Monte Carmelo: Burgos, 1989, 241-242).

7. Manuscrito B, 3vº (Obras, 229-230).

Real Tremblay, CSSR