¡Venid, adorémosLe! - Alfa y Omega

¡Venid, adorémosLe!

Alfa y Omega
El cardenal Rouco, durante la solemnidad del Corpus Christi, el 10 de junio de 2012
El cardenal Rouco, durante la solemnidad del Corpus Christi, el 10 de junio de 2012.

«Entrando en el sepulcro, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas quedaron despavoridas y con las caras mirando al suelo, y ellos les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Las mujeres habían acudido, «el primer día de la semana, de madrugada, llevando los aromas que habían preparado» después de ser sepultado Jesús, en la víspera del sábado: así narra san Lucas en su evangelio el inmenso asombro ante el sepulcro vacío, el cual gritaba que ¡Cristo vive!, que está con nosotros –según su promesa– «todos los días hasta el final de los tiempos».

Mirar el rostro de Dios: así definía la oración, en la pasada Vigilia de Pentecostés, el Papa Francisco, y añadía lo más esencial: «Pero sobre todo sentirse mirado. El Señor nos mira: nos mira antes». Y abría así su corazón: «Mi vivencia es lo que experimento ante el sagrario cuando voy a orar, por la tarde, ante el Señor. A veces me duermo un poquito; esto es verdad, porque un poco el cansancio del día te adormece. Pero Él me entiende. ¡Y siento tanto consuelo cuando pienso que Él me mira! Nosotros pensamos que debemos rezar, hablar, hablar, hablar… ¡No! Déjate mirar por el Señor. Cuando Él nos mira, nos da la fuerza y nos ayuda a testimoniarle». Diez años atrás, Juan Pablo II, en su última encíclica, Ecclesia de Eucharistia, abría su corazón casi con las mismas palabras: «Es hermoso estar con Él y palpar el amor infinito de su corazón… ¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» ¿Acaso los demás, justamente en medio de la dureza y sinsabores de la vida, que todos padecemos, al igual que los Papas, no necesitamos la misma fuerza y el mismo consuelo y apoyo?

En su Carta con motivo de la solemnidad del Corpus Christi, que vamos a celebrar este domingo, sin cerrar los ojos a la dura realidad que hoy nos toca vivir, ¡todo lo contrario!, el cardenal arzobispo de Madrid, tras recordar que «las causas de esta crisis no son de carácter exclusivamente económico», pues «en su origen encontramos también causas de naturaleza ética, moral y espiritual», no duda en afirmar que «la causa más profunda de la crisis, la razón última de lo que nos sucede, no es otra que el olvido de Dios». La Historia no ha dejado de mostrarlo: cuando se da la espalda a Dios, la destrucción del hombre está servida. Adorar a Jesucristo, ¡vivo y realmente presente en el Sacramento del altar!, no es desde luego una huida de la realidad, sino pertrecharse, justamente, con la única fuerza y el único consuelo y apoyo para vivir una vida realmente humana, es decir, a la medida sin medida de la vida divina, a cuya imagen hemos sido creados, como grita el deseo de felicidad infinita que anida en lo más hondo de todo corazón humano. Esa felicidad se llama Jesucristo, y Él vive, y está con toda la verdad de su Presencia en la Eucaristía. No sólo está con nosotros el tiempo de la Misa, como si después desapareciera y tuviésemos que vivir de su recuerdo. No. En la Misa se hace presente, por el ministerio de los sacerdotes, ¡para quedarse, como Él mismo nos prometió! Sí, Él permanece con nosotros en todo momento, día y noche, y todos los días hasta el final de los tiempos, con su presencia viva, realísima, en el sagrario.

Si Cristo no fuera para toda la vida, para todas y cada una de sus circunstancias, ¿qué esperanza podría darnos, qué fuerza, consuelo y apoyo? Sería parcial, y no la plenitud de felicidad infinita que reclama todo ser humano. Vale la pena recordar las palabras que Benedicto XVI nos decía, en su última homilía de la solemnidad del Corpus Christi, el pasado año 2012: «La justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. Concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como Corazón palpitante de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana».

¡Venid, adorémosLe! no es una llamada para piadosos a los que les gustan esas cosas de la Iglesia; ni sólo para algunos momentos de la vida. ¡No! Es la llamada más urgente e indispensable, a todo hombre y mujer, para, sencillamente, vivir, a la medida que requiere quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.