Uxío - Alfa y Omega

Uxío

Javier María Prades López
Don Eugenio, durante una peregrinación diocesana de enfermos a Lourdes.

Conocí a Eugenio Romero en 1987. A primeros de octubre de aquel año llegábamos a Roma, tras un largo viaje en coche, Enrique González y yo. Éramos de los primeros sacerdotes madrileños que don Ángel Suquía enviaba a estudiar.

Para nosotros todo era nuevo. No conocíamos las costumbres de los centros eclesiásticos romanos. Por eso me llamó la atención aquel sacerdote calvo y muy cordial, que ayudaba a aprender los detalles de la vida cotidiana. Al poco de llegar, me pidieron que llevase a su casa, después de cenar, a un monseñor que vivía lejos. Eugenio se ofreció a acompañarnos. A la vuelta, aquel profesor gallego casi desconocido se interesó por mi formación, por mi vida eclesial, por mí. Y me contó también de sus trabajos y sus intereses. Poco a poco, descubrí que esa relación abierta y acogedora la tenía con muchas personas de la casa. Y aprendí una palabra desconocida: Uxío. Así lo llamaban los compañeros. Era amigo de sacerdotes muy diferentes entre sí, no sólo por temperamento, sino por sensibilidad eclesial. Ejercía noblemente de gallego.

Fumador, noctámbulo irredento, si había que buscarlo a alguna hora intempestiva lo mejor era subir a la máquina de microfilms de la biblioteca. Y cuando te lo encontrabas por casualidad raro sería que no empezase una conversación jugosa. Le escuchaba encantado mientras me hablaba sobre Ticonio y Agustín, o sobre la identidad europea forjada en el camino jacobeo, o sobre las excavaciones en el sepulcro del Apóstol, o sobre los libros de teología, de historia, de cultura que devoraba en las noches insomnes. Podía suceder también que él, estudioso reconocido, llamase a tu puerta para ver cómo estabas, y qué progresos hacías en los primeros pasos de la investigación. O, más insólito aún, te podía decir que pasaras a su habitación porque quería prestarte un libro reciente o retomar el hilo de una conversación interrumpida.

Había algo reconfortante en su experiencia cristiana. Después de años oyendo otras cosas, escuchabas —en realidad, veías— un cristianismo de la carne, de la novedad de Cristo, de Cristo en persona, semetipsum afferens. Y desgranaba ante ti los principios de una antropología cristiana: la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios. En aquellos primeros compases romanos, encontrarse con un hombre tan eclesial, y por eso tan poco clerical, al que se podía tomar el pelo (en sentido figurado, como es lógico…) y del que se aprendía tanto, era una bocanada de aire fresco.

Cuando volvía los domingos, después de haber estado con el padre Orbe en la Gregoriana, aparecía su faceta de discípulo. La relación entre ambos iba más allá de lo académico. Solía contar lo que para él había significado en los difíciles momentos del 68 el encuentro no sólo teológico, sino de fe, con el jesuita guipuzcoano. La colaboración entre el investigador gallego y el doctísimo patrólogo romano, que duró hasta el fallecimiento de Orbe, es bien conocida por todos.

Recuerdo con cariño unas Navidades que pasé en Roma para acelerar el ritmo de estudio. Eran días más familiares porque nos quedábamos un pequeño grupo en la casa. Y allí estaba Eugenio. ¡Lo que nos podíamos reir en la mesa con las anécdotas de don Antonio Vicent, al que Uxío pinchaba deliciosamente para que contase sus peripecias más divertidas! Uno y otro se replicaban, a cada paso: «Pero, ¡qué barbaridad!». La exclamación llegó a convertirse en una especie de saludo, de reconocimiento recíproco. Así fueron transcurriendo los períodos de convivencia en la Iglesia de Monserrat hasta que volví a Madrid en octubre de 1991.

En el Año Santo de 1993, hice un viaje relámpago a Santiago de Compostela con un grupo de amigos. No me había dado tiempo ni de avisarle, pero decidimos pasar por el seminario a saludarlo. Nos recibió como si nos esperase desde hacía días y se vino a cenar con nosotros. Pagó la cuenta y nos habló en la sobremesa con una confianza que sorprendió a mis amigos. Cuando algunos años después fue nombrado obispo auxiliar de Madrid empezó a ser don Eugenio. Pero ese capítulo habrá que contarlo en otra ocasión.

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