¡Al cielo, Eugenio, al cielo! - Alfa y Omega

¡Al cielo, Eugenio, al cielo!

El próximo 25 de marzo se cumplen cinco años del fallecimiento de monseñor Eugenio Romero Pose. Bautizado en el seno de una familia cristiana, sacerdote de Jesucristo en Santiago de Compostela, y de modo particular como rector de su seminario, fue nombrado obispo auxiliar de Madrid en 1997, donde ha dejado hasta su muerte, en 2007, un precioso testimonio de vida cristiana y sacerdotal que reconforta y estimula a seguirlo

César Augusto Franco Martínez
El cardenal arzobispo de Madrid y sus obispos auxiliares (don Eugenio, el primero a la izquierda), con Juan Pablo II, el año 2005.

La penúltima vez que visité a don Eugenio antes de morir fue el día de su cumpleaños, el 15 de marzo; aún tenía conocimiento. Hablamos poco debido a su fatiga. Los dos sabíamos que aquello era una despedida y, al decirle que volvería pronto, me miró con cierta complicidad y dijo: Será en el cielo. Cuando volví a verlo, la víspera de su muerte, ya estaba inconsciente y moría esa misma noche. Me conmovió mucho el canto que tuvo lugar durante el entierro: Llévame al cielo. El cielo era su continuo horizonte en el último tramo de su vida.

Desde que conoció su enfermedad, a pesar de los períodos en que remitía, don Eugenio hizo de su tiempo una viva espera del encuentro con Dios, y de la enfermedad una escuela de amor unido a Cristo. Todavía recuerdo el hermoso testimonio que dio en una Vigilia sobre la cruz de Cristo durante la peregrinación a Santiago de Compostela.

Han pasado cinco años de su muerte. Decía Pablo VI que la muerte es un progreso en la comunión de los santos. Desde el Bautismo, nuestra vida avanza siempre en compañía de los santos, los de aquí —de carne y hueso— y los de la Iglesia purgante y triunfante, que espera la resurrección de la carne. Los santos nos acompañan desde el Bautismo, en la letanía previa a la recepción del Sacramento, hasta la recomendación del alma, antes de morir, cuando invocamos el poder de su intercesión. A los diáconos, sacerdotes y obispos nos guardan de modo especial; los invocamos postrados en el suelo antes de recibir la imposición de manos y sabemos que no nos falta su compañía. Sí, la muerte es un progreso en la comunión de los santos; nos introduce en la visión de la gloria donde ellos, como en los frescos de las cúpulas barrocas, adoran a Dios y gozan de su eterna belleza. Don Eugenio conocía bien esta verdad. Quien hablaba con él percibía enseguida que su rica humanidad estaba habitada por una amplia compañía de santos. Era familiar de Ireneo de Lión, Cipriano de Cartago, Agustín, León Magno, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz…, por citar algunos de la familia. Los santos eran su casa. Era difícil que en la conversación no los citara para iluminar éste o aquel aspecto de la vida. Sus estudios de Patrología le dieron no sólo la ciencia, en la que brilló con reconocida competencia, sino la sabiduría espiritual, el gusto de Dios, que no siempre viene con la ciencia que hincha y ensoberbece. Don Eugenio estudió la teología de rodillas, como dice Balthasar, y la enseñó desde la humilde adoración. No se jactaba del saber, sino que peregrinaba para alcanzarlo, como si fuera a la tumba de los apóstoles en Roma y Compostela, dejando lo que estorba para el camino.

Su vida fue una peregrinación de fe, en la que no faltó el tramo de las cañadas oscuras. Dice la Escritura que el justo vive de la fe. Ahora que nos preparamos para la celebración del Año de la fe, conviene refrescar esta verdad: hay que confesar la fe, cierto, pero sobre todo vivirla. Ya decía san Juan Crisóstomo que, si los cristianos practicáramos el Evangelio, no sería necesaria la predicación. Vivir de la fe es hacer de cada artículo del Credo, de cada verdad revelada, el alimento de la vida, su estructura íntima y vital, el criterio y la norma de conducta. Creer es un trabajo intenso, serio, ajustado a la vida diaria. La fe en Jesús, dice el evangelio de Juan, es el trabajo que Dios quiere para nosotros (cf. Jn 6, 29). Don Eugenio trabajó por la fe y también sufrió por ella. Reaccionaba con pasión ante cualquier devaluación de las verdades reveladas, porque entendía que la fe es la vida del pueblo cristiano, y atentar contra la fe, en cualquiera de sus expresiones, supone un ataque al pueblo cristiano, a la gran Iglesia —expresión tan querida para él—, que confiesa la fe certeramente y sostiene a pastores, teólogos y maestros cuando se adhiere a Dios recitando el credo. Para don Eugenio, la explicación y defensa de la fe no era una cuestión baladí, reducida a discusiones de escuela, sino lo más nuclear en la vida de la Iglesia, como enseñan el beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. También aquí don Eugenio revelaba su corazón de pastor que defiende la fe, porque está en juego la vida del pueblo. Como aquel padre escolapio de una novela de Azorín, La voluntad, que, dirigiéndose a un intelectual de fe dudosa, le dice: «Tengamos fe, amigo Yuste, tengamos fe… Y consideremos como un crimen muy grande el quitar la fe…, ¡que es la vida!…, a una pobre mujer, a un labriego, a un niño… Ellos son felices porque creen; ellos soportan el dolor porque esperan… Yo también creo como ellos, y me considero como ellos, porque la ciencia es nada al lado de la humildad sincera».

El buen vino de la cruz

Don Eugenio era en realidad un hijo de la Iglesia, la Católica, que había recibido la fe en el hogar de sus padres y la estimaba como el valioso tesoro que le habían dado en herencia. Tenía el sensus fidei arraigado en sus genes, porque la fe había configurado a su familia y a él mismo y entendía que sin ella el mundo se hunde a nuestros pies y la vida pierde el sentido y la explicación última. Su oficio de teólogo y su ministerio de obispo estaban al servicio de la fe del pueblo cristiano, un pueblo al que sirvió con abnegada entrega hasta el fin de su vida, cuando una Visita pastoral, una charla o conferencia suponía para él un calvario, del que nunca se eximió mientras pudo. ¡Bien lo saben los cristianos de Madrid, testigos de cómo se le iba la vida en el servicio a la diócesis! Fue en esta cañada oscura del dolor donde Cristo, el amor de su vida, le estaba esperando para hacerle gustar el buen vino de la cruz (san Juan de Ávila) y, como sucede con los justos, perfeccionarlo en el crisol de la prueba. Vivió esos momentos con fe profunda, sin perder su alegría, amenazado sólo por una tristeza, que solía despachar con fuerza en cuanto pisaba el umbral de la conciencia; una tristeza que, bien mirada, honra la delicadeza de su amor. La tristeza, como me dijo un día, de no haber amado más a Jesucristo, la única que puede permitirse un cristiano, la tristeza de no ser santo. Pero esta cuestión, la del grado de amor o santidad que poseemos, no nos corresponde a nosotros dilucidarla, sino sólo a Dios, el Santo entre todos los santos. Penar o estar triste por no ser santo es ya un signo de que estamos en camino por conseguir la perfección que sólo alcanzaremos en el cielo, cuando hayamos dado el paso definitivo a la comunión de los santos y podamos entender aquello que decía el poeta Charles Péguy: «¡Ah, viejo mío, volver a encontrarnos a los antiguos santos, charlar con san Pedro, con san Pablo! Sí, yo los siento mucho más vivos que a estas gentes que pasan…».

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