Al pensamiento cristiano de todos los tiempos debe agradecérsele el completo reconocimiento de una esperanza que no depende de circunstancia externa alguna; o de la esperanza sin más, pues la supuesta esperanza que se apoya en lo observado a nuestro alrededor, incluso en nuestro interior, cabe calificarse de mera expectativa. El filósofo francés Gabriel Marcel dedicó, en plena ocupación alemana, brillantes páginas a trazar dicha distinción. «Esperar algo» a la luz de datos conocidos, como esperar que llueva por el aspecto de las nubes, no implica poner nada de nuestra parte. Es el resultado impersonal de recibir aquellos datos y calcular con ellos: si las nubes cambian de aspecto, cambia mi expectativa. «Tener esperanza», por el contrario, supone comprometerse personalmente más allá de todo dato constatado y constatable. No porque yo esté por debajo del conocimiento posible y apueste al azar: teniendo esperanza me pongo por encima de todo conocimiento. Constato los hechos y tengo esperanza, no por ellos, sino incluso pese a ellos; en todo caso, con independencia de ellos. Los hechos variables pueden, a lo sumo, acompañar mi esperanza o confirmarla, pero nunca sustentarla, lo cual la tornaría tan inestable como los hechos mismos. Sugiere Marcel que quien pregunta por las razones para mantener la esperanza es que ya ha salido de ella y, en su lugar, hace cálculos; quien la tiene no necesita razones para sostenerla. El esperanzado y el desesperanzado constatan los mismos hechos y, aun así, no los ven con los mismos ojos. La esperanza no está en función del conocimiento.
Esta suprarracionalidad de la esperanza se confunde con ciega irracionalidad solo si se la contempla desde la mentalidad del comerciante desconfiado, imperante allí donde se reduce la ética a la ética del empresario y, en particular, del empresario que no da lo suyo hasta haber recibido lo ajeno. Tener esperanza no es, para él, una apuesta arriesgada, sino ya un fracaso: el de quedar al descubierto, aunque sea un instante, dándose a sí mismo sin garantías contractuales de salir ganando. La mentalidad que capta el sentido de la esperanza es muy distinta. Es innegable que tener esperanza en alguien, confiarse a él, implica exponerse a tomaduras de pelo; que tener esperanza en la realidad misma es servirse en bandeja a la decepción; pero el que tiene esperanza, en la medida en que la tiene, nunca puede ser engañado. Kierkegaard, en sus Discursos edificantes, lo desarrolla con luminosa claridad: el que se da a sí mismo en la esperanza nunca se pierde; se gana indefectiblemente, pase lo que pase y hagan lo que hagan con él; solo se pierde si, queriendo conservarse, no se da. Lo supremo en valor no es aquí que se cumpla con certeza lo esperado, sino el acto personal de poner en ello una esperanza incondicional. Al condicionar la esperanza, al retirarla para evitar la decepción, se sacrifica lo mejor a lo peor. Nada parece, sin embargo, más razonable. En efecto, a esa falta de sabiduría se la llama, en la moral del comerciante desconfiado, inteligencia: la lucidez del que está avisado frente al ingenuo.
La filosofía que, por miedo a la ingenuidad, reduce la esperanza —el esperar que se alía activamente con el bien esperado— a mera expectativa es, en rigor, antifilosófica. Justificar la desesperanza elevando a verdad universal la imposibilidad de su alternativa equivale a presentar la tácita claudicación de la filosofía bajo el venerable aspecto de una reflexión filosófica. Tal desesperado quiere ver en su desesperanza el resultado de unas cuentas cuya validez debería admitir toda persona racional; pone la desesperanza en función de su saber filosófico. Pero, siguiendo a san Agustín, no cabe disponerse a buscar en serio la verdad si no se tiene la esperanza puesta en encontrarla: sin esperanza no hay filosofía. Es el conocimiento el que está en función de la esperanza. Por eso el filósofo cristiano se limita a enunciar la condición de la filosofía misma y puede formular, como san Justino, la aparente extravagancia de que Sócrates también lo fue —cristiano, no solo filósofo— por su vivir esperanzado y, como tal, comprometido con la verdad. La vocación a ello es, además, universal. «No, pues hay quien no sabe leer». Respondamos, con Clemente de Alejandría: «Pero todos saben escuchar».
La filosofía quizá no pueda demostrar en silogismos el sentido de la esperanza, ya que no se trata de un simple problema especulativo. Sí debe evidenciar su posibilidad en el acto mismo de ponerla por obra. Solo así se la demuestra al oyente; no por vía argumentativa, sino exhortativa.