Cualquier viaje de un Pontífice a tierras de Turquía siempre estará asociado a la huella allí dejada por san Juan XXIII, en los tiempos en que Angelo Roncalli fue Administrador apostólico entre 1935 y 1944. El Papa Francisco, que tanto nos recuerda a aquel Papa bueno, está abriendo nuevos horizontes en el diálogo interreligioso y bien podría hacer suyas las palabras de monseñor Roncalli en su Diario del alma: «Yo amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que tiene también su puesto preparado en el camino de la civilización». Esta cita también fue recordada por Benedicto XVI en su viaje de 2006.
Pero Turquía ha cambiado bastante en ocho años. En apariencia, Reccep Tayyip Erdogan, ex Primer Ministro y ahora Presidente, ha consolidado su poder en sucesivas consultas electorales. Mas la Constitución no le otorga los amplios poderes que desearía para una jefatura del Estado, y el Primer Ministro Ahmet Davutoglu, que abogó en sus trabajos académicos por una «profundización estratégica» en la política exterior, toma decisiones basadas en un pragmatismo poco concebible en teóricos de la política como él. La geopolítica de Oriente Medio ha dado tal vuelco, que algunos afirman que Turquía, que aspiraba a la política de cero problemas con sus vecinos, sólo cuenta con dos aliados: Hamás y Catar. Nos parece una afirmación exagerada, conociendo la versatilidad de la diplomacia turca, aunque da idea de las dificultades externas que vive el país, aunque las internas no sean menores.
El nuncio Roncalli confesaba en su Diario el pesar que le producían las medidas laicistas tomadas contra la mayoritaria religión musulmana durante el Gobierno de Atatürk. La historia sucesiva de Turquía, sobre todo desde la década de 1980, demuestra que no es fácil arrancar una religión del alma de un pueblo, pero, pese a ello, los tiempos del imperio otomano no volverán. Quizás sólo debieran volver en el sentido de que aquel imperio era un crisol de culturas que convivían entre sí.