El pasado sábado, 12 de diciembre, se recordará como el día en que la comunidad internacional en conjunto consiguió, por primera vez en la historia, un acuerdo global contra el cambio climático. No les falta razón a quienes proclaman su júbilo por lo que ha sido una odisea de más de 20 años de intentos de negociación, con traumáticos intentos fallidos, como el de Copenhague. Porque el mundo siempre será mejor con 196 países poniéndose de acuerdo en una causa, que sin acuerdos; y porque por fin la comunidad internacional ha dado un paso decidido que marca la dirección hacia un mundo más limpio y sostenible a finales del siglo XXI, podemos llamar histórico al acuerdo de París. Pero a nadie escapa el precio pagado por llegar al consenso: falta de compromisos cuantificados y con fecha, destierro de conceptos clave fuera del articulado principal, ambigüedad en los términos, compromisos voluntarios de las partes, etc.
Para Manos Unidas y muchas otras organizaciones que trabajan para luchar contra la pobreza y la exclusión social, el texto final hay que valorarlo a la luz de un concepto central que aparece, por primera vez, en el preámbulo del Acuerdo de París: «justicia climática». Justicia climática significa reconocer que las personas más pobres y vulnerables del planeta son quienes sufren con mayor fuerza los efectos del cambio climático, siendo al mismo tiempo las menos responsables de la emisión de gases de efecto invernadero, y las que menos recursos tienen para afrontar los cambios sobrevenidos, relacionados con el deterioro de los ecosistemas y de sus medios de vida, incluyendo el acceso al agua y la seguridad alimentaria. Consecuentemente, un acuerdo climático debiera necesariamente ser ambicioso, para frenar de raíz el origen del cambio climático, justo, reconociendo diferentes responsabilidades y capacidades tanto de los países desarrollados, como de países emergentes y países en desarrollo, y jurídicamente vinculante, de modo que se garantice su cumplimiento. ¿Y qué es lo que hay?
El Acuerdo de París se compromete a que la temperatura media global no suba más de 2ºC y los países se esforzarán por no superar el 1,5ºC. Este sería el escenario más seguro para millones de personas pobres, susceptibles de padecer la violencia de huracanes e inundaciones, sequías prolongadas y mayores dificultades para producir alimentos. Pero la realidad es que en París los compromisos de disminución de emisiones del conjunto de los países firmantes, nos ponen en un escenario de un aumento de temperatura cercano a 3º C. Es decir, los medios no se corresponden con los objetivos, por más loables que estos sean. La amenaza climática sigue intacta, si no hay mayor ambición por parte de todos los países. El Acuerdo diferencia la responsabilidad y los ritmos de transición de países ricos y pobres hacia sociedades bajas en carbono. Pero sin especificar cantidades ni fechas, eso no significa nada. Se refrenda el compromiso de aportar 100.000 millones de dólares al año para el cambio climático, algo ya aprobado en 2010, pero seguimos sin saber quiénes lo harán ni con cuánto participarán. Finalmente, si bien el acuerdo es vinculante, no tiene el carácter de un protocolo obligatorio, y sin marcar objetivos por países ni penalizaciones, fácilmente prevalecerá el carácter voluntario sobre el obligatorio. En resumen, tenemos un acuerdo global por el clima, pero sus contenidos no se corresponden con la urgencia climática de los pobres ni del planeta. Podemos felicitarnos un momento, pero aún queda mucho por hacer. Y sigue siendo urgente.