¡Todo lo hago nuevo! - Alfa y Omega

¡Todo lo hago nuevo!

Alfa y Omega

«Este acontecimiento es verdaderamente inédito —así decía Juan Pablo II, hace justo ahora 15 años, en el encuentro precedente al del pasado fin de semana en la misma Plaza de San Pedro, convocado por el Papa Francisco—: por primera vez, los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales se reúnen, todos juntos, con el Papa. Es el gran testimonio común en el año dedicado al Espíritu Santo… Él es el alma de este admirable acontecimiento de comunión eclesial», añadía el Beato Papa Juan Pablo II. Y concluía: «Siempre, cuando interviene, el Espíritu produce estupor. Suscita eventos cuya novedad asombra; cambia radicalmente a las personas y la Historia».

En la pasada Vigilia de Pentecostés, respondiendo a la pregunta de cómo vivir hoy el desafío de la evangelización, su sucesor, el Papa Francisco, tras gritar el nombre de Jesús, vivo y presente, aquí y ahora, con nosotros, y exhortar a la oración, es decir, a «mirar el rostro de Dios», pero sobre todo a «sentirse mirados», volvió a subrayar el estupor, el asombro que produce siempre el Espíritu Santo: este dejarse mirar, «dejarse guiar por Jesús te lleva a las sorpresas de Jesús». Pentecostés hoy no podía perder un ápice de esta sorpresa, y el Papa Francisco recordó que la evangelización no se programa en un despacho, «pensando en estrategias, haciendo planes. Éstos son instrumentos, pequeños instrumentos. Lo importante es Jesús y dejarse guiar por Él. Después podrán hacerse estrategias, pero eso es secundario». Cuando no se sigue a las sorpresas de Jesús —dijo el domingo en la homilía—, y se recela de tantas realidades nuevas que no dejan de suscitarse en la Iglesia, porque «la novedad nos da siempre un poco de miedo, tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos», y pensamos que estamos «más seguros si tenemos todo bajo control», ¿qué sucede? ¡Justamente todo lo contrario al bien, a la unidad y a la alegría que anhelamos!

Cuando el Espíritu Santo suscita nuevos y diversos carismas en la Iglesia —explicó el domingo—, lejos de crear desorden, aporta «una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, provocamos la división»; y cuando pretendemos «la unidad con nuestros planes, terminamos imponiendo la uniformidad. Por el contrario, si nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto». ¡Al revés! El conflicto está servido siguiendo al miedo en vez de a las sorpresas de Jesús.

Ante la fragilidad de la fe, que es tan evidente en los tiempos que vivimos, y la pregunta que se le hizo sobre cómo vencerla, el Papa, en la Vigilia del sábado, no pudo estar más lúcido e incisivo, al responder que «el enemigo más grande que la fragilidad —¡¿curioso, eh?!— es el miedo». Y resonó entonces en la Plaza de San Pedro, como un potente eco de las primeras palabras que, 35 años atrás, pronunciara Juan Pablo II al inicio de su pontificado: «¡Pero no tengáis miedo! Somos frágiles, y lo sabemos. Pero Él, ¡Cristo!, es más fuerte. ¡Si tú vas con Él, no hay problema!». El mismo programa de su antecesor en 1978, e idéntico al del primer Pentecostés en Jerusalén: «¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Y recordó, este pasado sábado, el Papa Francisco su encuentro con Él, a los 17 años, al sentir la necesidad de confesarse. Entró en la iglesia y «encontré que alguien me esperaba». Sí —añadió—, Cristo «esperaba para darnos su amor. Y esto lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, ¡y así va creciendo la fe! Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguno dirá: No, yo prefiero estudiar la fe en los libros. Está bien estudiarla, ¡pero no basta! Lo importante es el encuentro con Jesús, el encuentro con Él, y esto te da la fe, ¡porque es justamente Él quien te la da!».

¿No era exactamente esto lo que nos decía Benedicto XVI, en el comienzo mismo de su primera encíclica, Deus caritas est? «No se comienza a ser cristiano —explica— por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Y del encuentro con Jesús, sin solución de continuidad, al encuentro con todos. Para su sucesor, igualmente, «esta palabra es muy importante: ¡el encuentro!… Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros hemos de hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los otros. Vivimos —sigue diciendo el Papa Francisco— una cultura del desencuentro, de la fragmentación». Una cultura que acaba en la muerte. Lo contrario de la novedad cristiana: «¡Crear con nuestra fe una cultura del encuentro, una cultura de la amistad!» Así lo decía, en la Misa de aquel primer encuentro de Pentecostés, en 1998, Juan Pablo II: «Los movimientos y las nuevas comunidades, que son expresiones providenciales de la nueva primavera suscitada por el Espíritu con el Concilio Vaticano II, constituyen un anuncio de la fuerza del amor de Dios que, superando todo tipo de divisiones y barreras, renueva la faz de la tierra, para construir en ella la civilización del amor». ¡He ahí la obra de Cristo! Como Él mismo lo anuncia en el libro del Apocalipsis: «¡Todo lo hago nuevo!».