«A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor, que perdona, reconcilia y abre el ánimo a la esperanza; es un amor que convierte los corazones y da la paz». Como un eco maravilloso de sus primeras palabras ante la multitud que llenaba la Plaza de San Pedro, nada más ser elegido Papa Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!», resuenan hoy con fuerza éstas que tenía preparadas para su homilía del día siguiente al de su muerte, fiesta de la Divina Misericordia, y que, el pasado domingo, proclamaba su sucesor a los fieles de la parroquia romana de Dios Padre Misericordioso. «En los designios divinos —les dijo Benedicto XVI— estaba escrito que nos dejara en la víspera, y por eso no pudo pronunciar estas palabras, que con placer os propongo a vosotros».
A las puertas del primer aniversario de su santa muerte, en medio de un mundo ciertamente extraviado, de una Europa que se avergüenza de sus raíces cristianas, y en España de un modo realmente dramático, es sin duda providencial recordar este manuscrito del Siervo de Dios Juan Pablo II, «que es como un testamento», en expresión de Benedicto XVI, en el que «se nos invita a comprender y acoger a la divina misericordia». Es algo que nada tiene que ver con la nostalgia, pues tiene toda la fuerza de una Presencia, aquella que constituye la esencia misma del cristianismo, irreductible a moral o a doctrina, por sublimes que se nos muestren. Nada de extraño, pues, que el contenido de las primeras y de estas últimas palabras de Juan Pablo II —como de todas las intermedias de su largo y extraordinariamente fecundo pontificado— coincida plenamente en su esencia: centrar la mirada en la Presencia viva de Jesucristo. Y nada de extraño tampoco que éste mismo sea el contenido esencial de la enseñanza de quien le ha sucedido en la sede de Pedro, y tan cerca ha estado de su corazón y de su inteligencia a lo largo de su ministerio de Pastor universal de la Iglesia. Basta echar un solo vistazo a los primeros compases del documento que, sin duda, ilumina el camino del pontificado, la primera encíclica de cada uno de ellos.
«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida —afirma Benedicto XVI recogiendo la preciosa expresión de la Primera Carta de san Juan, en el mismo frontispicio de Deus caritas est—. No se comienza a ser cristiano —añade el Papa— por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». ¿Acaso no evocan estas palabras las últimas escritas por Juan Pablo II que no pudo pronunciar, y a las que el domingo pasado prestó su voz su sucesor? No es retórico, ¡ni mucho menos!, el título de Vicario de Cristo que corresponde al obispo de Roma: lo encarna en la fragilidad de su persona y lo muestra en su palabra, más aún si cabe cuando quedó muda su voz, y es sostenido tan radicalmente por Él como podemos ver que él Le sostiene en la custodia. Con esta imagen al fondo, podemos más fácilmente apreciar en toda su hondura las palabras que bien pueden considerarse el corazón de su primera encíclica, Redemptor hominis:
«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por eso, precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre… En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo». Un año después de su muerte, el profundo estupor ante la presencia de Cristo vivo en su siervo Juan Pablo II, en su sucesor y en toda la Iglesia, y de un modo especialmente expresivo en los más pobres y despreciados, no ha disminuido. Cada día se hace más hondo, ¡y más esperanzador!, en esta sociedad nuestra dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo. En el consistorio del pasado viernes, recordando a los cardenales «la disponibilidad total y generosa para servir» a la que han sido llamados, y evocando su título como sucesor de Pedro de Siervo de los siervos de Dios, Benedicto XVI volvía a mostrar ese profundo estupor ante el amor de Cristo, Quien, «a pesar de ser Dios, es más, movido precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo. El primer siervo de los siervos de Dios es, por tanto, Jesús». ¡Qué admirablemente nos mostró a todos el camino que vence al miedo y da la verdadera libertad Juan Pablo II: ser siervo, como su Señor!