Sacerdote, educador y padre
En el adiós a don Giussani, fundador de Comunión y Liberación
«Es como si hubiese muerto mi padre. Por eso estoy, por eso estamos aquí», me dijo un mecánico venido de Parma; una madre de familia dijo que había venido «para saludar al sacerdote que me ha cambiado la vida»; y a su lado, un joven: «Yo vengo para dar las gracias al hombre que me ha regalado la fe»: así explicaban su presencia entre la multitud que llenaba la plaza del Duomo de Milán, ante las pantallas gigantes que trasladaban las imágenes de la bella celebración cristiana de la muerte de don Luigi Giussani que estaba teniendo lugar en una catedral abarrotada de fieles. Llegadas de todo el mundo, en medio de un intenso frío y bajo el agua-nieve, permanecían en el exterior unas treinta mil personas, además de las diez mil que se apiñaban dentro del templo, donde no faltaban los Presidentes del Parlamento y del Senado, el Jefe del Gobierno y sus ministros, y las más relevantes personalidades del mundo de la política y de la cultura de Italia. Todos seguían en impresionante silencio, embellecido con la música y los cantos, cada uno de los pasos de la Misa de exequias de quien había visto surgir en torno a sí, desde cincuenta años atrás, a todo un pueblo.
La libertad, la razón y la fe
Todo comenzó el año 1954 con un pequeño grupo de estudiantes del Liceo Berchet, de Milán, adonde don Giussani llegó como profesor que rompía los prejuicios y la apatía de aquellos jóvenes que habían perdido las razones de la fe, despertando el deseo de infinito de su corazón y mostrando cómo únicamente Cristo es la cumplida respuesta. Pronto brotaron los primeros frutos de la labor educativa de aquel joven sacerdote, verdadero amigo, maestro y padre de los muchachos del Berchet que respondían a su reto de poner en juego la libertad y de usar la razón en toda su capacidad de apertura a la realidad, cuya plenitud es precisamente la fe en Jesucristo. Aquella primera generación de hijos espirituales de don Giussani tomó el nombre de Gioventù Studentesca (GS) -Juventud Estudiantil-, el germen de lo que, años después, sería el movimiento eclesial de Comunión y Liberación (CL), reconocido por la Iglesia desde 1982 como asociación de derecho pontificio y presente en más de setenta países de todo el mundo, con 50.000 miembros.
Conmovidos todos los que llenábamos el interior y el exterior del Duomo de Milán por la recaída del Santo Padre, ingresado en el hospital ese mismo día de las exequias de don Giussani, comenzaron éstas con la lectura que hizo monseñor Rylko, Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, de la carta autógrafa de Juan Pablo II para la ocasión, en la que, tras expresar su sentimiento de cercanía espiritual «con intenso afecto en este momento de la dolorosa separación», y recordando sus diversos encuentros con don Giussani, da gracias al Señor «por el don de su vida gastada sin reservas en la adhesión coherente a la propia vocación sacerdotal, en la escucha constante de las necesidades del hombre contemporáneo, y en el servicio valiente a la Iglesia. Su entera acción apostólica se podría resumir en la invitación franca y decidida, que él sabía dirigir a cuantos se le acercaban, a un personal encuentro con Cristo, plena y definitiva respuesta a las inquietudes más profundas del corazón humano». Evocando esta propuesta de la compañía de Cristo «a tantísimos jóvenes que, hoy adultos, lo consideran como su padre espiritual», recuerda el Papa los «inicios, en los años 60, de su actividad evangelizadora presentando la verdad de la fe con un diálogo abierto e incesante, con una coherente docilidad al magisterio de la Iglesia y, sobre todo, con un ejemplar testimonio de vida».
La vida de don Giussani, en efecto, derrochaba humanidad por los cuatro costados, con la permanente sorpresa y curiosidad del niño por todo, inseparable, ¡justamente por eso!, de la más exigente racionalidad. Fe y razón, ciertamente -como el propio Juan Pablo II pone bien de manifiesto en su histórica encíclica-, no pueden separarse. «Defensor de la razón del hombre -añade el Santo Padre en su carta-, don Giussani ha sido un profundo conocedor de la literatura, de la música y de una convencida valoración del arte como camino que conduce al Misterio. Seguido por los afiliados al Movimiento por él fundado, difundido ya en tantos países del mundo, escuchado con respeto también por personas de fe diversa y de diferentes responsabilidades profesionales, amo recordarlo como maestro de humanidad y defensor de la religiosidad inscrita en el corazón del ser humano».
El funeral, en el que concelebraron los cardenales Sepe y Scola y una treintena de arzobispos y obispos, así como más de medio millar de sacerdotes, lo presidía el arzobispo de Milán, cardenal Tettamanzi, junto con el cardenal Ratzinger, enviado especial del Santo Padre. Siguiendo la liturgia ambrosiana en la muerte de un sacerdote, se hicieron tres lecturas evangélicas: los relatos de la Última Cena, de la Crucifixión y Muerte y de la Resurrección de Cristo, ésta última proclamada desde lo alto del impresionante púlpito de la catedral milanesa.
Cristo, la Belleza infinita
En su homilía, el cardenal Ratzinger recordó la infancia de don Gius -así lo llaman cariñosamente los miembros de CL-, nacido en Desio, pequeña localidad cercana a Milán, el día 15 de octubre, fiesta de Santa Teresa de Ávila, de 1922: «Creció en una casa -como él mismo decía- pobre de pan, pero rica de música, y así desde el comienzo era tocado, más aún, herido, por el deseo de la belleza y no se contentaba con una belleza cualquiera, una belleza banal: buscaba la Belleza misma, la Belleza infinita, y así encontró a Cristo, y en Cristo la verdadera belleza, el camino de la vida, la verdadera alegría». Su madre se lo transmitió de un modo sencillo y genial: «¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!», le susurró una noche llena de estrellas que Luigi no olvidó jamás.
«Ya de joven -continuó en su homilía el cardenal Ratzinger-, creó con otros jóvenes una comunidad llamada Studium Christi. Su programa consistía en no hablar sino de Cristo: sólo Él da sentido a todo en nuestra vida. De este modo, comprendió que el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo, sino que el cristianismo es un encuentro, una historia de amor, es un acontecimiento. Esta historia de amor que es toda su vida estaba, sin embargo, alejada de todo entusiasmo ligero, de todo romanticismo vago; viendo a Cristo comprendió que, encontrarle, quiere decir seguirle, que este encuentro es un camino, un camino que atraviesa también los valles oscuros». Esto significa «ir por el camino de la cruz, y sin embargo vivir en la verdadera alegría. ¿Por qué es así? -se preguntó el cardenal, añadiendo la respuesta del mismo Cristo-: Quien busca su vida, quiere tener para sí la vida, la pierde, y quien pierde su vida, la encuentra. don Giussani realmente quería no tener para sí la vida, sino que la ha dado y, justamente de este modo, ha encontrado la vida no sólo para sí, sino para tantos otros».
Recordó asimismo el cardenal Ratzinger cómo esta centralidad de Cristo en la vida de don Gius «le dio también el don del discernimiento en un tiempo difícil, lleno de tentaciones y de errores. Pensemos en los años 68 y siguientes. Un primer grupo de CL marchó a Brasil y tuvo que confrontarse con una pobreza y una miseria extremas. ¿Qué hacer? ¿Cómo responder? Y estaba la tentación grande de decir: ahora debemos, de momento, prescindir de Cristo, de Dios, porque hay urgencias más apremiantes; debemos antes comenzar a cambiar las estructuras, las cosas externas; lo primero es mejorar la tierra, después podemos descubrir también el cielo. Era la tentación grande en aquel momento de transformar el cristianismo en un moralismo, el moralismo en una política, de sustituir el creer por el hacer». Pero de este modo «se cae en los particularismos, se pierden sobre todo los criterios y las orientaciones, y al final no se construye, sino que se divide». Frente a todo ello, «monseñor Giussani supo que, también en esta situación, Cristo, el encuentro con Cristo permanece en el centro, porque quien no da a Dios, da demasiado poco, y quien no da a Dios, quien no lleva a encontrarlo en el rostro de Cristo, no construye, sino que destruye, porque hace que se pierda la acción humana en dogmatismos ideológicos y falsos, como hemos visto muy bien».
La comunión que libera
En los años 80, yo me encontré con don Giussani, y una de las primeras afirmaciones que le escuché me desconcertó: «La obediencia es la condición de la libertad». ¿Cómo podían unirse cosas tan aparentemente opuestas? No menos desoncertante en medio de la cultura hoy dominante en el mundo era su afirmación de la fe como culmen y plenitud de la razón. ¿Cómo podía ser de otra manera? ¿Acaso no habla san Pablo de la obediencia de la fe? La tercera certeza que en seguida se me hizo patente con extraordinaria claridad era descubrir la presencia viva de Cristo en la misma carne de la Iglesia, Cuerpo de Cristo en el sentido más real de la palabra. Todo esto me vino a la mente cuando, al final de su homilía, el cardenal Ratzinger definió en dos trazos a la familia eclesial nacida de don Giussani: «Comunión y Liberación nos hace inmediatamente pensar en este descubrimiento propio de la época moderna, la libertad, y nos hace pensar también en la palabra de san Ambrosio: Ubi fides est libertas. El cardenal Biffi ha llamado la atención sobre esta casi coincidencia de estas palabras de san Ambrosio con la fundación de Comunión y Liberación: la libertad, para ser una verdadera libertad humana, una libertad en la verdad, tiene necesidad de la comunión. Y no de una comunión cualquiera, sino últimamente de la comunión con la verdad misma, con el amor mismo, con Cristo, con el Dios trinitario. Así se construye comunidad que crea libertad y da alegría». La otra fundación, el llamado grupo adulto, de laicos consagrados, los Memores Domini, da testimonio en medio del mundo de «la memoria que el Señor nos ha dado en la Santa Eucaristía, memoria que no es sólo recuerdo del pasado, sino memoria que crea presente».
Estaba todo en aquella mirada
Antes de concluir el funeral, intervino el sacerdote español don Julián Carrón, llamado el pasado año por don Giussani para ayudarle en la guía del movimiento, y comenzó evocando sus palabras ante Juan Pablo II el día de Pentecostés de 1998, en la Plaza de San Pedro: «Para mí la gracia de Jesús… se ha convertido en la experiencia de una fe a partir de la cual he visto cómo se formaba un pueblo, en el nombre de Cristo. He aquí, hoy -continuó don Julián-, el pueblo que ha nacido de la experiencia de fe de don Giussani. Este hecho, este pueblo, habla mejor que cualquier comentario de la obra realizada por Dios a través de él. Por eso todos nosotros estamos hoy aquí para expresar nuestro dolor por su partida, para gritar delante de todos nuestra gratitud por su vida». Y añadió: «La fiebre de vida que hemos experimentado junto a ti nunca llegaremos a olvidarla. Tu mirada nunca podrá desaparecer de nuestros ojos. Aquella mirada a través de la cual nos hemos sentido mirados por Cristo».
La víspera, en el diario Avvenire, había escrito así: «Ha sido una mirada de las que marcan. Nunca la olvidaré. La llevaré en los ojos toda la vida, la mirada que don Giussani tenía la última vez que estaba lúcidamente consciente antes de descender a la profundidad del Ser, subiendo al cielo. Una mirada que nos ha conmocionado, fijándose en nosotros que estábamos a su alrededor. Era como si, de improviso, hubiese retornado de la otra orilla para decirnos: ¡Adios!, antes de un largo viaje. Nos ha mirado, uno a uno, con aquella mirada penetrante que te conmueve hasta las entrañas… A lo largo de toda su vida, la humanidad de don Giussani nos ha comunicado el cristianismo como experiencia, algo muy distinto a una serie de instrucciones para el uso o un discurso correcto y puro… Contra un cristianismo como belleza no podrá nunca nada la cultura dominante, el poder. Podría hacerlo contra una fe reducida a ética, a valores comunes. Contra el acontecimiento de una belleza presente, ¡no!».
Don Julián Carrón concluyó sus palabras afirmando el método genuinamente cristiano, el método de la Encarnación, que «implica el renovarse del estupor ante la iniciativa de otro… La unidad entre nosotros -añadió- es el don más precioso que nace de acoger esta iniciativa. Pido la gracia, para la responsabilidad que me ha sido confiada por don Giussani, de poder servir a este don de la unidad. Estoy cierto de que, si somos sencillos en el seguir, sentiremos a don Giussani más padre que nunca».
El cardenal Tettamanzi, arzobispo de Milán, dio gracias a Dios «por el don de monseñor Luigi Giussani, sacerdote de esta Iglesia milanesa, porque en esta Iglesia nació como hombre y como cristiano y fue ordenado presbítero; porque aquí, antes que en otro lugar, él ha difundido su extraordinaria e incansable pasión de educador». Eran las cinco de la tarde del jueves 24 de febrero, cuando partían del Duomo de Milán, en medio de un interminable aplauso, los restos mortales de don Giussani, camino del cementerio Monumental de la capital lombarda, donde están enterradas grandes personalidades ilustres de Italia. El título de don Gius, el más sencillo, y el más hermoso: sacerdote de Jesucristo, educador y padre.