¿Consienten libremente Mercy y Blessing cuando buscan desaforadamente salir de su país rumbo a Europa sabiendo que la prostitución será el reverso de una vida marcada por el abuso sexual, el hambre y el maltrato? ¿Consiente libremente Carmen, ciudadana europea, cuando con 70 euros adquiere un billete que la trae a España para conseguir, con tanta rapidez como dificultad, un dinero con el que mantener a sus hijos, a su madre y a un padre alcoholizado? ¿Es libre Ana, nacida y crecida entre la miseria, cuando accede a satisfacer las demandas sexuales de honestos padres de familia con la esperanza de recuperar a un hijo que no puede mantener? ¿Consiente libremente Stefania cuando con apenas 18 años fue violada por su jefe mientras trabajaba para conseguir un dinero con el que ayudar a su madre y a sus hermanos? ¿Es libre María, española por los cuatro costados, cuando ofrece sus servicios sexuales a cambio de un dinero con el que completar los 870 euros de renta mínima que percibe mensualmente?
La cuestión del libre consentimiento se ha convertido en el tema estrella de los debates sobre prostitución. La explicación, junto a otras, está en la universalización de la racionalidad económica a todos y cada uno de los ámbitos de la vida humana. Esto hace que sean legión quienes sostienen que el libre consentimiento debe ser el criterio determinante para legalizar una relación que se considera de equivalencia entre un servicio de naturaleza sexual y un pago en metálico. Cuando escucho este argumento, independientemente de las banderas ideológicas particulares de quienes lo sostienen, no puedo evitar preguntarme: ¿Es suficiente la libertad para determinar la justicia del acuerdo al que Mercy y Blessing llegarán con su empleador o con sus clientes? Y aun cuando la libertad fuese tal, ¿podría decirse que María y Carmen son auténticamente libres cuando, forzadas por la necesidad, aceptan las condiciones que les imponen? Las relaciones de Ana y Stefania con sus clientes y empleadores ¿son, realmente, relaciones de igualdad? ¿De verdad, aun cuando se determinaran legalmente los derechos y los deberes de las partes implicadas en el negocio de la prostitución existe equivalencia entre la naturaleza sexual del servicio prestado y su consiguiente retribución económica?
¿Qué significa en realidad consentir? ¿Cuándo es libre el consentimiento? ¿Son realmente libres las mujeres que, forzadas por la necesidad, entran en un negocio del que todas afirman poder salir en poco tiempo, pero en el que permanecen hasta que sus empleadores las desechan o sus clientes las ignoran?
Un negocio lucrativo
Los defensores de la legalización de la prostitución, ya sea desde claves neoliberales, ya sea desde el supuesto de la libertad sexual, suelen acusar de paternalistas, cuando no de moralistas, a quienes defienden el abolicionismo.
¡Por supuesto que las diferentes fórmulas legales que se adoptan sobre la prostitución implican visiones morales distintas! Pero la razón de fondo no está en la moralidad o inmoralidad de los actos sexuales, sino en la naturaleza de una relación en la que un hombre, en la mayoría de los casos, compra los servicios sexuales de una mujer.
La prostitución, que nadie se engañe, no es una conducta sexual y, por lo tanto, no es un modo de vivir la sexualidad. Tampoco es un mal necesario, argumento con el que hombres y mujeres, dentro y fuera del matrimonio, encubren conductas masculinas de dominación bajo la falsa apariencia de necesidades fisiológicas.
La prostitución es un negocio muy lucrativo que funciona a costa de mujeres a las que se convence de que la actividad que ejercen les confiere una identidad indeleble, que soportan la violencia física que ocasionan relaciones sexuales practicadas sin descanso, que son usadas para satisfacer demandas inmediatas cuya mayor virtud, dicen los clientes, es que no generan responsabilidad alguna, que sufren la violencia de novios, padres, maridos y hermanos que las explotan para vivir a su costa, que enriquecen a empresarios para quienes no son más que una inversión en medios de producción, que viven sometidas a un proxeneta que les alquila un tramo de calle, un bolardo en una rotonda, un árbol de una céntrica calle o, en el mejor de los casos, una habitación en un lujoso club o macroburdel que, además, sirve para blanquear dinero.
La falacia neoliberal del libre consentimiento, la hipocresía social y la complicidad de las instituciones públicas en materia de prostitución fomentan la humillación y la mercantilización de la mujer, alimentan la desigualdad, incitan a la comisión de los delitos de trata, tráfico y esclavitud y consagran formas de dominio que una sociedad de iguales no debería admitir.