Nicole, Regina, Marta, María y Margarita son los nombres, no reales, de mujeres que han sufrido violencia en el seno de instituciones de la Iglesia católica. Sus historias de sufrimiento y recuperación constituyen una valiosa oportunidad para que otras mujeres puedan reconocerse en experiencias idénticas o similares. Sus vidas son un espejo que ayuda a otras mujeres a tomar conciencia de que no están solas, no son estúpidas por haber sufrido violencia, no deben sentir vergüenza y, lo más importante, de que hay vida después del abuso. La Iglesia en España no es diferente a la de otras latitudes. En su seno también viven mujeres, como Marta, María y Margarita, que han sufrido violencia psicológica, espiritual, sexual y también sacramental.
Hablo de mujeres en general, y no distingo en estas líneas; aunque es evidente que hay especificidades que deben ser estudiadas y atendidas entre mujeres laicas y mujeres consagradas o religiosas. En el caso de la vida religiosa es innegable que la consagración a un proyecto apostólico concreto, la dependencia económica y la falta de apoyo comunitario dificultan no solo el desvelamiento de los abusos, sino que comprometen la recuperación personal de la víctima. Sin embargo, es innegable que las dinámicas de la violencia perpetrada contra las mujeres en el seno de nuestra Iglesia comparten elementos comunes.
Hablemos, en primer lugar, de la asimetría o el desequilibrio de poder por relación con la posición institucional. En segundo lugar, fijemos la atención en la dualidad de roles que se da en las relaciones de naturaleza pastoral. En tercer lugar, atendamos a la dificultad para identificar los factores de riesgo propios de la confianza y la confidencialidad en las relaciones pastorales. En cuarto lugar, no olvidemos el poder material, y no solo simbólico, que, de manera especial representa y ejerce el ministerio sacerdotal en una cultura sacramental como la católica.
Hay que seguir reflexionando e investigando sobre estos temas, sobre la naturaleza del abuso perpetrado contra las mujeres y sus dinámicas. La investigación nos ayuda a superar los sesgos y prejuicios que distorsionan la realidad. Y, por supuesto, hay que estar presentes, trabajar para neutralizar las dependencias que favorecen el abuso y encorajar a las mujeres para que denuncien los que han sufrido. La cuestión es ¿cómo facilitarlo? Me gustaría trasladar a estas líneas algunas consideraciones. Creo, en primer lugar, que es absolutamente necesario escuchar de manera comprometida las historias de sufrimiento de las víctimas. Y subrayo lo del compromiso, porque la escucha no comprometida es revictimizante. En esta línea, como tantas veces piden las mujeres víctimas, lo más adecuado es incrementar el número de mujeres, profesionalmente cualificadas y altamente comprometidas, que atiendan a las mujeres víctimas. Es más que oportuno que la Iglesia repiense la naturaleza de los mecanismos de atención a las víctimas, fomentando su independencia y profesionalidad, de acuerdo con el paradigma de la justicia y la solidaridad en coherencia con la antropología cristiana. Asimismo, es necesario reconocer que, dado que no todas las conductas abusivas perpetradas contra mujeres adultas son siempre constitutivas de delito, se hace preciso adoptar códigos de conducta que incluyan sanciones contra quienes se comportan de manera violenta.
Es urgente revisar la noción de vulnerabilidad que la Iglesia usa con relación a las víctimas adultas, en este caso las mujeres. Ninguna mujer es vulnerable por ser mujer, de la misma manera que la vulnerabilidad no es una identidad. Y, por último, y, lo más urgente: es preciso dejar atrás, de una vez por todas, la cultura de la sospecha que pesa sobre las mujeres, y sobre las mujeres víctimas. Ni las mujeres somos una tentación ni el pecado es de factura femenina, sino humana.
Una última consideración, cargada de simbolismo, al hilo de unas palabras pronunciadas por el rector de la Universidad Gregoriana, el jesuita Mark Lewis, recordando la película Magnolias de acero. En el sur de Estados Unidos, de donde él es originario, las magnolias reflejan la belleza y la fortaleza de las mujeres. Esta cinta refiere la vida y la muerte que un grupo de mujeres, vinculadas por el amor, comparten, disfrutan y sufren. Ni la alegría ni el dolor les son ajenos. No escapan de él ni se esconden. Afrontan juntas la vida, toda la vida, que transcurre entre dos Pascuas. Es una imagen perfecta de aquello que las mujeres, especialmente las que han sufrido y sufren violencia en el seno de la Iglesia, esperan de la comunidad de fe y de vida de la que también somos hijas.
La autora fue ponente en la Conferencia Internacional sobre Safeguarding celebrada del 17 al 20 de junio en la Pontificia Universidad Gregoriana a instancias del Instituto de Antropología que dirige el jesuita alemán Hans Zollner.