Soy consciente de que la cuestión planteada es harto compleja, y que ya ha sido estudiada por numerosos filósofos y teólogos en profundidad. Aquí, como vengo haciendo en cada uno de los otros textos, pretendo únicamente apuntalar el tema, iniciar lo que puede ser una reflexión posterior, que ninguno de los lectores está, por otra parte, exento de hacer (es una recomendación). Introduzco ahora la cuestión, para señalar, más adelante en otras reflexiones, algún aspecto más de la misma.
No podemos olvidar que cada disciplina o técnica y saber tiene un lenguaje propio y específico cargado de numerosos términos y vocablos particulares que resultan desconocidos para el público en general, ajeno a ese dominio en cuestión. Cuando tenemos que asistir a la consulta médica o a un hospital, nos llama la atención (incluso nos enfada) el lenguaje empleado por sus profesionales, pues sentimos que nada de cuanto se dice nos resulta familiar, comprensible. Algo parecido sucede en el mundo de las leyes: cuando tenemos alguna experiencia dentro del ámbito jurídico, también son numerosas las expresiones que desconocemos y ante cuyo uso no podemos menos que manifestar nuestro fastidio. También la Filosofía utiliza, para expresar la verdad de lo que considera el fundamento de la realidad, ya sea el mundo, el hombre o incluso Dios, afirmaciones y conceptos sumamente abstractos que desconciertan a los no iniciados, o que terminan por desesperar a quienes renuncian, de principio, a seguir el sendero de la especulación intelectual.
El lenguaje que empleamos en nuestras relaciones humanas de convivencia es muy diferente de cualquier lenguaje técnicamente cualificado. En verdad, nuestra vida sería triste y difícil si no contáramos más que con los símbolos que emplea la ciencia, cualquiera que sea su especialización. Existen muchos otros registros para comunicar los diferentes ámbitos de nuestra existencia humana, como por ejemplo todo lo que tiene que ver con la afectividad, con el gusto por el arte y otras aficiones del espíritu, con las relaciones intersubjetivas o con cualquier preocupación social. Puede que las palabras empleadas sean sencillas, pero los giros a los que se recurre, incluso las figuras gramaticales y el estilo que se emplea, vienen a articular todo un conjunto ilimitado de posibilidades que enriquecen la comunicación.
La literatura es un ejemplo del todo singular. El escritor sabe jugar con palabras cuyo significado, en principio, puede resultar del todo raso, simple, pero que en sus manos de artista se convierten en una herramienta, sumamente flexible, capaz de dotar de carne sensible el universo mundo de los sentimientos intangibles. La literatura nos permite darle forma a lo que, de otra manera, resultaría tal vez imposible de representar. En el colmo, la poesía convierte en musicalidad sonora toda aquella vibración original que se esconde en lo más profundo de nuestra imaginación, de nuestro corazón. Cada palabra dice mucho más; cada expresión transmite y juega con un entramado de significación riquísimo; y, al fin, incluso el silencio de la rima, introduce y tiene algo más que decir.
Pues algo así sucede con las afirmaciones de la religión. También la formulación de cuanto tiene que ver con la fe religiosa emplea una serie de términos y expresiones propias, inevitables por otra parte, y no siempre comprensibles para la mayoría de los que las escuchan. ¡Qué importante y necesario resulta, entonces, no olvidar una de las características que ha de tener el que desea comunicar algo considerado de gran valor, también para los demás!: la claridad en el discurso.