Comenzábamos nuestra reflexión en la entrega anterior: pese a ser limitado e imperfecto, nuestro lenguaje, inapropiado para hablar acerca de Dios, no tenemos otro. La encarnación del Hijo de Dios hace posible no solo nuestro conocimiento, sino también nuestro lenguaje a propósito de Dios. Evitando cualquier extremo, y asumiendo el alcance de la analogía (del parecido en algo), podemos confiar en que cuanto pensamos y decimos del misterio divino no sea en absoluto vano.
Se trata de una senda que, entre otros valores, cuenta con esta riqueza: además de que nos permite crecer en una relación amistosa y real con Aquel a quien nombramos, lo hace sin perder de vista que la distancia es siempre mayor. Ni irracionalismo ni un racionalismo simplificador: esta vía es una invitación a que, en la humildad, reconozcamos que de Dios es siempre mucho más lo que ignoramos que lo que, progresivamente, podemos conocer. Pero insisto en que inadecuado no es sinónimo de falso. Nuestro lenguaje es pobre, impreciso, o incluso tendrá que reconocer que muchas veces avanza más de forma negativa que en afirmaciones positivas; pero todo eso no significa que carezca de suficiente valor.
Es verdad que no podemos definir a Dios, pues definir significa asignar a una cosa su lugar natural frente a otras, distinguiendo sus características propias, su género y especie, en relación con las demás, y Dios desborda toda clasificación, toda distinción entre los seres de nuestra experiencia. Pero podemos acercarnos a él a partir de las perfecciones en los seres de los que Él es su principio radical. La semejanza de los seres creados con su Creador, merced a su participación ontológica en el ser, no implica desembocar en un antropomorfismo tan primitivo como inútil, ni practicar la idolatría: atribuir a Dios las perfecciones espirituales que descubrimos en nosotros, no implica cargarle a él de la precariedad con que nosotros las conocemos: Dios está por encima de cuanto podemos afirmar de Él.
Ni somos Dios, ni alguno de sus ángeles: nuestro modo humano de conocer y de hablar está cargado de las mismas limitaciones que nuestra propia condición; pero en la misma, también reside la inmensa riqueza que nos ha aportado la razón. Somos caña, de acuerdo, pero caña pensante, que decía el bueno de Pascal. Pues no lo olvidemos: puede que nuestro humano decir no sea el mejor para nombrar a Dios, pero es el que tenemos y, mientras vivimos en este mundo, es el que nos resulta suficiente para semejante aventura de salvación. También en la conciencia viva que podemos conservar de nuestra imperfección reside una muestra de su modesta grandeza: reconocer y confesar nuestro límite racional nos acerca al origen (divino) último y absoluto del mismo.
Y si a la pretensión intelectual le acompaña la vivencia del amor, puede que nuestra comunicación avance mucho más. Como dice A. Frossard, «podemos decir de Dios todo lo que nos sugiere el corazón cuando es puro, y nuestro espíritu cuando se olvida al fin de sí mismo, toda vez que el infranqueable abismo que separa su persona de la nuestra no nos da más otra forma de vértigo que esa que produce la revelación de un amor increíble» (Dieu en questions, 79).