Laicidad para el diálogo - Alfa y Omega

El pasado julio-2013, el Papa Francisco, en su encuentro con dirigentes de Brasil, hacía tres afirmaciones importantes: 1) el diálogo es imprescindible para la convivencia; 2) en ese diálogo es fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas; y 3) la «convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado».

Y esto porque –como quedaba claro en sus mismas palabras– la laicidad exige al Estado abstenerse de asumir como propia confesión religiosa alguna, con lo cual hace posible, beneficia, «respeta y valora la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas».

De la laicidad, pues, según lo anterior, se puede decir que es condición para la convivencia, para la libre presencia y participación de todas las voces, incluidas las religiosas, en la plaza pública de la sociedad pluralista y también, concretamente, en el proceso de debate y elaboración de las normas comunes. Pero hay dos modos bien distintos de ver en la laicidad la condición para la convivencia.

Uno es el expuesto, el de la laicidad-diálogo. La laicidad es condición necesaria porque lo es para hacer posible y favorecer el diálogo entre los diferentes. Pero no es, podría decirse, condición suficiente en cuanto es, además, imprescindible mantener ese permanente diálogo mediante el cual podamos, desde nuestras diferentes posiciones, converger en el reconocimiento y afirmación de las verdades comunes que sean las bases en que asentar nuestra pacífica convivencia, verdades comunes que no lo son porque las afirmemos, sino que hemos de afirmarlas porque lo son.

Frente a esta laicidad-diálogo, está la laicista concepción de la laicidad-silenciador. Es la de quienes consideran que la laicidad exige encerrar las diferencias en los sótanos de lo privado, de tal modo que al aire libre, en el espacio público, la única voz legitimada para hacerse oír sea la monocorde de los valores laicos, esto es, no-religiosos. Ésos serían, según pretenden, los únicos valores comunes, definidos e impuestos, conforme al más riguroso positivismo jurídico, mediante las normas establecidas en cada momento por la circunstancial mayoría parlamentaria. Esta laicidad, como se ve, conseguiría la convivencia en la sociedad pluralista por el expeditivo y donoso expediente de cargarse el pluralismo.

Y es en esta laicidad-silenciador en la que todavía algunos quieren asentar la convivencia en la vecina República francesa. O, al menos, eso parece si leemos en su conjunto la Carta de Laicidad que las correspondientes autoridades han enviado a sus escuelas como catequética síntesis de los valores republicanos. ¿Estamos aquí más avanzados?