Era la mañana del 1 de noviembre de 1982. En la huerta del monasterio de la Encarnación de Ávila, en un ambiente cargado de alegría, 3.000 monjas contemplativas españolas de diversas órdenes esperábamos, impacientes e ilusionadas, la llegada de nuestro Santo Padre, que venía a España peregrino tras las huellas de santa Teresa de Jesús. Cuando apareció la figura blanca de Juan Pablo II, una indescriptible emoción se apoderó de todas, y el estallido de vivas y aplausos resonó larga, larguísimamente, en aquel cielo castellano. Teníamos delante al Vicario de Cristo. Todas sabíamos cuánto había deseado él este encuentro. No en vano fue el gran místico contemplativo español, san Juan de la Cruz, el maestro espiritual de su vida interior.
Nunca hemos podido olvidar lo que el Santo Padre nos dijo en aquella memorable jornada. Sus palabras nos confirmaron, una vez más, en la certeza de saber que nuestra vida, dedicada completamente a la plegaria y al silencio, a la adoración y a la penitencia desde el claustro, ocupa un puesto de honor en la Iglesia. La oración y vigilias, la alabanza en el oficio divino, la vida en la celda o en el trabajo, las mortificaciones, las enfermedades o sufrimientos, unidos al Sacrificio de Cristo, son fuente de santificación para el mundo.
Lo que esperaba de las contemplativas Juan Pablo II lo ha enseñado decenas de veces a lo largo de su pontificado: que mantengamos la fidelidad a nuestra vocación, a nuestros fundadores, creciendo en la unión con Cristo Esposo y poniéndolo cada día como el centro de nuestra existencia. Pero, sobre todo, nos lo ha enseñado con su ejemplo y con su testimonio. ¡Cuántos jóvenes que ahora pueblan tantos monasterios han respondido a la llamada de Dios al escuchar, en alguno de aquellos inolvidables encuentros, sus palabras, desbordantes de entusiasmo y amor apasionado a Jesucristo! ¿Cómo no recordar, con profunda emoción, su última visita a España y la vigilia de Cuatro Vientos, cuando repetía a las jóvenes, recalcando con fuerza cada palabra: «Si sientes la llamada de Dios, que te dice Sígueme, no la acalles. Sé generoso, responde como María ofreciendo a Dios el sí gozoso de tu persona y de tu vida».
Que Juan Pablo II sentía un gran aprecio por la vida contemplativa es bien sabido. Una muestra palpable de este amor es el hecho de que, en 1994, establecía un monasterio de clausura papal dentro de los muros del Vaticano: el monasterio Mater Ecclessiae, donde, turnándose cada cinco años, permanecerían diversas órdenes femeninas orando e inmolándose por la Iglesia. La proclamación, en 1997, de santa Teresa del Niño Jesús, carmelita descalza, como Doctora de la Iglesia, y el nombramiento de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), también carmelita descalza, como copatrona de Europa en 1998, son también pruebas evidentes de que el Papa estaba convencido de que las almas contemplativas tienen mucho que decir a nuestro mundo: «Entre todas las personas a las que el Papa ama y a las que se acerca —dijo a las clarisas en Albano, en 1979—, vosotras sois, ciertamente, las más preciosas, porque el Vicario de Cristo tiene una necesidad extrema de vuestra ayuda espiritual. (…) Yo miro con confianza vuestras manos juntas, y confió al ardor de vuestra caridad la agotadora misión del supremo pontificado».
¡Qué verdad es que las monjas de clausura no hemos abandonado el mundo para desentendernos de él! Al contrario, a todos los llevamos en el corazón. Las esperanzas y los sufrimientos de los hombres son también los nuestros, y el deseo de trabajar por la Iglesia y por las almas, entregando la vida por ellas, debe ser inmenso en nosotras: «En particular por sus obispos, sacerdotes y misioneros, de quienes sois auxiliares escondidas, silenciosas, pero necesarias», nos recordaba el Papa . «A ejemplo de los santos —nos decía también—, consagraos, inmolaos cada vez más, sin pretender siquiera saber cómo utiliza Dios vuestra colaboración».
El Santo Padre ha sido el más grande defensor de la vida contemplativa, «que el mundo considera una actividad anacrónica, e incluso inútil. Esta incomprensión puede hacernos sufrir y hasta humillaros. Os diré, como Cristo: No temáis, pequeño rebaño».
En el corazón de la Iglesia
¿Cómo podremos expresar debidamente el profundo amor y la veneración que sentimos por Juan Pablo II, en quien siempre hemos visto tan claramente al dulce Cristo en la tierra? ¿Cómo expresar nuestro dolor en los últimos días de la vida del Papa? Se nos iba nuestro Pastor y nuestro Padre, en medio de grandes sufrimientos, tan heroicamente soportados. Y, recordando lo que en una ocasión nos había dicho: «¡A vosotras, a vuestras oraciones encomiendo la Iglesia y Roma! ¡Estad conmigo, junto a mí, vosotras, que estáis en el corazón de la Iglesia!», quisimos acompañarle día y noche, con nuestra oración y sacrificios, arrodilladas en espíritu junto a su lecho de dolor, en el último y definitivo viaje.
Cuando, en octubre de 2004, quiso él despedirse de las carmelitas descalzas que habían permanecido cinco años en el monasterio Mater Ecclesiae, con la emoción reflejada en su rostro, sólo pudo pronunciar una palabra: ¡Gracias! Y es que ya nos lo había dicho todo. Nosotras, con el corazón lleno de tristeza, pero a la vez rebosando agradecimiento a Dios por el don inestimable de la vida de nuestro tan amado Papa, nos despedimos de él con la misma palabra: ¡Gracias!
Gracias, Santo Padre, por su amor a Jesucristo, por haberse gastado hasta su último aliento, ante nuestros ojos, por la Iglesia y por las almas. Gracias, porque nos ha puesto tantas veces de modelo a la Santísima Virgen para que, como Ella, «desde la cruz y gloria de su Hijo, sepamos ser alegre donación a la Iglesia». Gracias, por habernos explicado, sin cansarse, las excelencias de nuestra vocación, por sus palabras llenas de amor, que han hecho arder nuestros corazones en el camino de cada día. Gracias, porque nos han defendido ante las incomprensiones del mundo y nos ha animado a vivir siempre gozosamente y con fidelidad nuestra consagración a Dios.
Desde los más hondo de nuestro ser: ¡Gracias, gracias, gracias!
Una monja contemplativa