La suma Belleza - Alfa y Omega

La suma Belleza

Alfa y Omega
Una joven reza, ante el sagrario, al fondo, en la Sagrada Familia, de Barcelona.

«Esta obra de arte es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma»: lo dijo Benedicto XVI, en noviembre de 2010, al consagrar el templo de la Sagrada Familia, de Barcelona, y sus palabras bien pueden considerarse una certera definición de lo que es, en su esencia, el patrimonio más genuino de la Iglesia. No en vano, san Pablo la describe, en su Carta a los efesios, como un templo: «Estáis edificados —les dice el Apóstol— sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo es la piedra angular. Por Él, todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado el Señor». El patrimonio de la Iglesia, su verdadera riqueza, que es en realidad la riqueza de toda la Humanidad, no está sino en la Presencia del misterio de Dios en el mundo, que el genio «del hombre, del creyente, del arquitecto» Antonio Gaudí supo captar, vivir y expresar de modo extraordinario, con toda su persona entregada al servicio de la gloria de Dios, y por tanto al mayor bien del hombre: al auténtico bien común, como anuncia la portada de este número de Alfa y Omega. Gaudí —añadía el Papa— «unió la realidad del mundo y la historia de la salvación. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo, para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo… E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza».

La grave crisis económica que padecemos en España, en Europa, en el mundo, cuyas raíces de orden espiritual no se ocultan a quien conserva un mínimo de sensatez, lejos de llevarnos a dejar a un lado el arte y la belleza, debe situarnos ante ellos. En su encuentro con los artistas, en la Capilla Sixtina, y evocando la carta que les escribió su antecesor, diez años antes, Benedicto XVI citaba esta expresión de Dostoyevski: «La Humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza», y explica: «porque ya no habría motivo para estar en el mundo». La sed infinita que anida en todo corazón humano, ¿Quién podrá saciarla sino el Infinito? «El Juicio universal, que podéis ver majestuoso a mis espaldas —les dijo el Papa en ese encuentro de 2009—, recuerda que la historia de la Humanidad es movimiento y ascensión, tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza. Pero con su dramatismo, este fresco también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una amenaza que se cierne sobre la Humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal». La plasmación de la belleza y su contemplación no es algo prescindible cuando falta el dinero, ¡todo lo contrario!, porque, en una situación así, fija la mirada en lo único que llena de sentido la vida, y por tanto permite dar los pasos necesarios para superar de veras ésa y cualquier otra clase de crisis. «La dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y sus formas —añadía Benedicto XVI—, se hace invitación apremiante a elevar la mirada hacia el horizonte último».

Necesitamos más que de la ciencia e incluso del pan, de esa Belleza suma que ha quedado plasmada, y sigue quedando, en el patrimonio de la Iglesia, que es, entre tantas otras manifestaciones del arte, la piedra trabajada de las catedrales, expresión y, a la vez, estímulo de esas piedras vivas, el auténtico y genuino patrimonio, que son los santos, pobres pecadores que se han dejado transformar por la Belleza suma que se ha hecho carne y habita entre nosotros. Y ahí está la belleza del matrimonio y de la familia cristiana, y de los hijos engendrados para el cielo, y de la caridad sin límites que a todos ayuda y atiende… En su Carta a los artistas, el Beato Juan Pablo II evoca a los grandes poetas cristianos de los primeros siglos, no por casualidad grandes santos, cuyo «programa poético valoraba las formas heredadas de los clásicos, pero se inspiraba en la savia pura del Evangelio», de modo que, por ejemplo, san Paulino de Nola podía decir con verdad: «Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto».

No sólo en los primeros siglos, o en el medioevo cristiano, que tan riquísimo patrimonio nos dejó, como sintetizó Juan Pablo II al afirmar que «una entera cultura se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía la Summa de santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del Misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra, como él mismo llamaba la Divina Comedia», ¡hoy también es la fe en Jesucristo, su Presencia viva, que con la luz y la fuerza desde su silencio en el sagrario todo lo renueva y lo transforma, nuestro arte y nuestro canto! He ahí el patrimonio de la Iglesia: la suma Belleza, fuente —en palabras de san Agustín— de todas las demás bellezas.