La historia del cristianismo es también la historia de nuestros mártires
Contemplamos el paisaje desolador en el que algunos bárbaros pretenden haber dejado testimonio de su fe. La pasión del terrorista ha moldeado la forma del odio a las criaturas de Dios. Las vidas sagradas, las existencias en las que se realizaba a diario el diseño del Creador, han quedado en silencio. Cuerpos callados, sangre desorientada, carne inconsciente, ojos a los que se ha expropiado la mirada, hombres y mujeres cuyo lugar en la tierra era un milagro permanente, ahora convertidos en una insensata agrupación de órganos sin alma. Contemplamos la inversión de la bondad, el viaje del mal a través de la inocencia. En nombre de una fe religiosa, queda abolida la sustancia de la comunidad, se suprime la verdad suprema de nuestra vida sagrada, el mandamiento que nos prohíbe matar. Y no es un precepto destinado a mantener un orden cívico, sino una exigencia cuya finalidad es fundamentar una arquitectura moral, y cuyo sentido es calibrar el valor del hombre en el sistema de la Creación. Polvo al polvo, ceniza a la ceniza. Carne deshecha que regresa a la tierra. Dolor que vuelve a poner a prueba nuestra esperanza. Odio que, desde su ciénaga atestada de rencor y de ignorancia, contempla el amor de las víctimas. Polvo al polvo.
La historia del cristianismo es también, hasta llegar a nuestros mismos días, la historia de nuestros mártires. No dejamos de hablar en esta sección de un Occidente que no es casualmente cristiano, sino que lo es en esencia, de la misma forma que la universalidad del cristianismo arraiga en un lugar concreto de nacimiento y de más firme congruencia con una civilización. Desde la muerte indefensa del Hijo del Hombre. Una pasión y muerte sufridas sin alegría, sin ostentación, sin el grito de una consigna farsante y ególatra. Pasión y muerte sentidas con todo el dolor del hombre que sufre, con la plena lucidez del Dios que redime. Nunca la muerte innecesaria. Nunca la renuncia a la propia vida sagrada como capricho. Nunca la destrucción del otro como garantía de la propia salvación. Antes al contrario, el sacrificio personal para salvar a los demás. En el principio, en el principio mismo de nuestra historia en la tierra como comunidad de creyentes, lo que hubo fue la alegría de vivir, el agradecimiento por el privilegio de una existencia en libertad que nos permitiera rezar a Dios sin renunciar a nosotros mismos, sino siendo prolongación de su voluntad creativa.
Tras la muerte de Jesús, nuestros mártires han sido un testimonio de fe, en cuyo sacrificio se encuentra siempre la manifestación de la propia cultura. Nunca murieron por apetencia de la muerte, sino porque se les dio a elegir entre la Verdad y la Vida, y ellos sabían que se trata de dos elementos sustanciales que no pueden separarse en la existencia de un cristiano. Porque el propio Jesús nos lo dijo: «Yo soy la verdad y la vida». No había en aquellas palabras la referencia a una inmortalidad posterior a nuestra trayectoria en la tierra, sino el pálpito de la eternidad latiendo en cada uno de nuestros actos. Creer es vivir como seres trascendentales. Saber es vivir como individuos conscientes de una promesa de inmortalidad.
Reivindicar a los mártires
Nuestros mártires despiertan la sonrisa de los mezquinos en esta época de tan baja estatura moral, de tan escasa ambición humanista. La Iglesia debería señalar a sus mártires con más frecuencia. No porque su sacrificio sea una exaltación de la muerte sino porque en aquella decisión de morir antes que renunciar a la Verdad no hubo nunca odio, agresión a los otros, ni siquiera legítima defensa ni el instinto animal de sobrevivir a toda costa. Los mártires propagaban el testimonio de la vida, nunca la avidez de la aniquilación. Se levantaron frente a los tiranos cuando, en los primeros años del cristianismo, defendieron la justicia, la igualdad y la libertad de los hombres frente a quien se creía un dios. Se dejaron matar sin desear la muerte, porque no podían permitir que su tristeza por morir se confundiera con una flaqueza de convicciones o con la irrelevancia de su fe. Entregaron su cuerpo sin vanagloriarse de ello, porque Dios no nos ha creado, en un acto milagroso que no cesa de reiterarse, para entregar nuestra vida terrenal sin defenderla hasta donde la dignidad y la verdad lo permiten.
Ese martirio ejemplar se ha convertido en una costumbre ritual a la que los creyentes apenas prestan la fervorosa atención que es necesaria, de la forma en quienes dieron la vida por la fe podrían esperarlo. Es decir, no en la inercia de una oración apenas comprendida, sino en la alegría de nuestros corazones llenos de amor y de esperanza. Sabiendo lo que, gracias a ellos, nos distingue de los mártires arrogantes y homicidas que ven en nuestra civilización a su adversario esencial. Pronunciando sus nombres muy despacio. Como se palpa la tensión de una palabra preciosa. Como se aprecia el rumor suave y preciso del caudal de nuestra salvación.